Piji (mi perro) y yo estamos en el auto cuando escuchamos la historia
por la radio. El futuro de los animales es previsible: si nadie los adopta, los
sacrificarán por el delito de intentar ser una familia de perros en un mundo de
humanos. El reporte termina cuando llegamos a la playa. Vamos a correr un poco.
Las playas de Lima están cubiertas de desmonte, toneladas de tierra que
la ciudad evacuó durante la última década, y que forman un paisaje desolado
frente al mar. Una pandilla de perros emerge sobre aquel escenario. Un macho
negro y cabezón comanda a tres colegas que lo siguen de lejos, entre los cuales
hay una hembra preñada.
Piji, que es muy sociable, se acerca y huele el trasero del líder. El cabezón
le muestra los dientes y gruñe una
declaración de guerra. Los secuaces se unen. Van atacar en grupo.
Piji baja la cola en señal de derrota. ¡Calato idiota
–parece gritarle el cabezón- Eres esclavo de los humanos. Me das pena. Nosotros
somos libres, miramos. Te voy a pegar!
Sin pensarlo mucho, corro hacia ellos y gruño como un perro rabioso.
Piji levanta la cola y se protege detrás de mi. El cabezón nos mira furioso
durante unos segundos y luego se marcha junto a sus secuaces ladrando
maldiciones. Puedo lanzarles piedras para reforzar mi victoria. Pero la playa
es territorio de aquellos perros. Piji y yo somos los intrusos. El mundo no es justo.
Los seres humanos no sabemos respetar la propiedad privada de los animales…
Marco Avilés/La República/Lima
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