Ahora cambie hacia el otro lado, dijo el radiólogo y la doña, otra ves, aculebraba su hermoso cuerpo ajustado a un pantalón jean lila enseñándome su nalgas ¡qué derrier! Así se pondrá obediente en la alcoba nupcial al fogoso marido, pensaba
El especialista corría el radiómetro por una polea a mediana altura que se sujetaba a una garrucha pegada al techo y enfocaba el visor sobre sus casi desnudos hombros. La joven señora le contaba al impasible profesional cómo había sido su caída.
Otra vez encuadrada, decúbito ventral, le pedía que no se moviera y el especialista iba a un comportamiento interior donde previa verificación en el computador presionaba las teclas respectivas para plasmar la placa.
¡Qué amplias sus caderas! Un tobogán que rielaba por una ensenada y bajaba sinuosamente hasta su breve cintura Y su espalda, ¡qué bien formada! Todo veía por la estrecha ventanita que coincidía al nivel de mis ojos. Ella no sabia que estaba ahí Había, yo, ingresado primero a la sala y el doctor en vez de regresarme al corredor donde había infernal gentío (hospital público) me dijo que esperara tres la mampara.
Los rayo X no perceptible a simple vista atravesaba sobre los cuerpos opacos de la doña, la mía no atravesaba, se quedaba en su esplendorosa cadera y trataba guardar en mi retina -como quien guarda su merienda- largos minutos de ensueño para que me durara un buen rato y sentirme a su lado, ahora, ella desnuda, regalándome esos sensuales movimientos .
¡Es que hace tiempo no la
veo!
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