domingo, 24 de agosto de 2014

Joseph Pulitzer

Es 1890.
En el viaje a la India el barco hizo escala en un puerto griego, donde lo esperaba un cablegrama del coronel William Davis , su cuñado, al que había nombrado Joseph Pulitzer como una especie de vigía en las oficinas del New York World, su periódico. El mensaje, largo e indignado, era en realidad de poca importancia y se relacionaba con un chubasco elevado  a disputa, y pedía contestación de Joseph Pulitzer que había salido de viaje por encontrarse estresado.
Esto lo puso fuera de si.
-¡Que gente inteligente! -gritó  a su secretario Ponsonby, paseándose  nerviosamente por la cubierta del barco. Pelearse como chiquillos por cualquier tontería y venir corriendo a mí para que yo decida ¡Si la política del World es tan clara! ¿Por qué no usan sus propios sesos para resolver estas cuestiones?¡Ya les he dicho que me consulte nada mas que en los asuntos importantes, y mire lo que me manda!-arrugó el mensaje y avanzó hacia la borda para tirarlo al mar, pero se detuvo bruscamente, tomándose de la baranda...
-¡Qué oscuro se ha hecho de pronto!- dijo con voz ahogada.
- No es oscuro-replicó Ponsoby- el sol brilla sobre las aguas azules.

-Pues, se ha hecho oscuro para mi.
El secretario Ponsonby no atinó decir nada. Le pareció imposible que hubiera escuchado esas palabras.
Por un largo momento Joseph Pulitzer permaneció silencioso, helado, perdido en un vacío oscilante y giratorio donde no había ni luz, ni tiempo, ni espacio. ¡Ciego! Un instante antes había formado parte de este barco y de este puerto. Aunque en forma borrosa, veía a los demás pasajeros y sabía cuando lo miraban; había visto con sus débiles ojos el agua azul, los pescadores cantando en sus frágiles embarcaciones, abajo, el movimiento de la descarga en el muelle y las hermosas casitas blancas de techo rojo en la pequeña población que bordeaba la bahía. Ahora todo eso había desaparecido. Estaba solo en la hueca y terrible soledad que únicamente el ciego puede conocer.
-¡Señor Pulitzer…!
-¡Mande llamar al doctor McLane! –dijo, se trataba del médico que los acompañaba como amigo y profesional-.¡No, espere, lléveme abajo, al camarote! No quiero que la gente me mire-por debajo del férreo dominio de su voz había una angustia desoladora.
Ponsonby guió sus pasos. En un ocasión, Joseph Pulitzer extendió sus manos para tantear delante de él, pero las bajó rápidamente. Ese era el gesto característico del ciego. No lo imitaría.
El fallo del doctor McLane después de examinarlo fue terminante, casi sin esperanza. La retina del ojo se había desprendido para siempre: ya nunca volvería a funcionar.

Tenia apenas 43 años.

(Joseph Pulitzer, judío, de origen húngaro, fundador de una nueva escuela de periodismo en Estados Unidos, creador del premio de literatura que lleva su nombre,  otorgado anualmente por la universidad de Columbia de New York para lo cual donó 2 millones de dólares)

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