jueves, 7 de agosto de 2014

La muerte de Francisco Pizarro


El cuerpo herido del Marqués Francisco Pizarro quedó tendido en un rincón de la recámara muy cerca al de su hermano materno Francisco Martin Alcántara. Las buenas Cermeñas, trujillanas, y unos esclavos negros fueron los primeros en entrar cuando por algunos latidos del corazón se podía deducir que aún estaba expirante. A poco entraron  el capellán García Diez, el escribano Pedro López y Lorenzo Hurtado, fiel criado, que venía corriendo desde la Merced (Iglesia), alocado con la noticia de la muerte de su señor. Hurtado, ayudado por María Cermeña, lo echó en la cama envolviéndolo  en una sábana pero los almagristas (asesinos de Pizarro) no querían dejar reposar, ya, el cadáver del Marques. En la plaza (hoy Plaza Mayor) hervía la multitud:

-¡Estaos quedos, señores. Estaos quedos! ¡Viva el Rey y mueran tiranos que nos querían matar! Decía la soldadesca almagrista que pedía que sacaran el cuerpo del Marqués y lo pusieran en la picota; otros corrían desenfrenados por las calles para saquear y robar las casas de… los amigos de Pizarro.
En el patio de palacio estaba María de Escobar, llorosa y amedrentada, recogiendo el cadáver  de su esposo Francisco de Chávez  (que murió en el atentado) para llevárselo a su casa. A la recámara del Marqués habían llegado también Juan de Barbarán, noble amigo respetado por ambos mandos, e Inés Muños, mujer de Francisco Martin de Alcántara y cuñada de Pizarro. Esta acababa de poner en seguro a los hijos de Pizarro en compañía de la animosa trujillana Isabel Rodríguez, escondiéndolo en el convento de La Merced. Los almagristas exigieron que el cadáver  fuera sacado a la plaza para que lo viese don Diego de Almagro, el Mozo, que había salido armado de punta en blanco  y se hallaba en medio de la multitud en las gradas de la catedral.

Barbarán y la pobre y desolada Inés Muñoz  colocaron el cuerpo del Marqués en un repostero y así lo sacaron unos negros a la plaza mayor. La turba vociferaba al paso y el grupo de mujeres compungidas iba detrás del cuerpo del Marqués y  de su hermano. En el tránsito doloroso unos soldados pretendieron ultrajar el cadáver  del gobernador pero doña Inés Muñoz como una leona herida les enrostró su cobardía  y los apostrofó de traidores. Barbarán se interpuso y en medio del silencio de algunos y de la feroz  alegría de los otros, el cortejo entró en la iglesia mayor donde doña Inés Muñoz se arrodilló para besar las sienes ensangrentadas del Marqués y contemplar su rostro venerado, con inmensa tristeza.
En la plaza y en la calle continuaba la algarabía y el trote de caballos. Relucían las cotas de malla, las celadas y las espadas e iban gritos y órdenes y pregones. En las gradas de la catedral un grupo de viejos conquistadores, entre los que se hallaban Alonso Martin de don Benito, el más antiguo hombre de la tierra, que había estado con Núñez de Balboa y con Pizarro en el descubrimiento del Mar del Sur; Pedro de Alconchela, el recio trompeta de la expedición de Pizarro en La Marcha de Cajamarca al Cuzco; Nicolás de Ribera, el viejo, uno de los trece del gallo y primer alcalde de Lima, y  otros antiguos conquistadores miraban la escena  que se desarrollaba en la plaza con un desencantada tristeza. Por sus ojos pasaban, en confusa visión, todos los hechos prodigiosos de la conquista: las penalidades del Puerto de Hambre, el heroico empecinamiento de la isla del Gallo, la balsa de tumbesinos con su primera carga anunciando El Dorado, la visión de Tumbes maravillado por la imaginación de Pedro de Candía, la procesión policroma del inca en Cajamarca y la voz  entera de Pizarro dando la voz de  mando contagiosa de Santiago y Cierra España; y la entrada al Cuzco en el pendón de castilla,  el hijo de Huayna Cápac al lado y todas la jornada fatigosas y jadeante por loa andes y los llanos y por los caminos del Perú que el capitán extremeño había recorrido en todos los sentido poblándolo y convirtiendo a los naturales a la fé de cristo  y al servicio de su majestad.

Al lado del grupo melancólico, unos vizcaínos enardecidos gritaban:

-¡Ya la tierra está en poder de montañeses!
Una mujer grosera y desenfadada, LA Mendieta, amiga del Factor Mercado, cómplice de los almagristas, daba rienda  a su alegría y decía:

-¡Este es nuestro día ágora, seremos señoras que este marqués era un maldito que todo lo quería para sí!

La chusma aplaudía y reía, y la mujer seguía murmurando injuria s y procacidades.
Y el viejo Alonso Martin, encorvado la espada por los años y la cabeza inclinada, se alejó por entre la turba de soldados que le obstruía el paso a empellones, desconocido, en medio de la vorágine absurda y se fue a refugiar a su mansión, solo, con sus recuerdos y con su gloria inútil, porque sentía una congoja en el corazón y los ojos empañado de lagrimas…

 

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