El cuerpo herido del Marqués Francisco Pizarro quedó tendido en un rincón
de la recámara muy cerca al de su hermano materno Francisco Martin Alcántara.
Las buenas Cermeñas, trujillanas, y unos esclavos negros fueron los primeros en entrar cuando por algunos
latidos del corazón se podía deducir que aún estaba expirante. A poco
entraron el capellán García Diez, el escribano
Pedro López y Lorenzo Hurtado, fiel criado, que venía corriendo desde la Merced
(Iglesia), alocado con la noticia de la muerte de su señor. Hurtado, ayudado
por María Cermeña, lo echó en la cama envolviéndolo en una sábana pero los almagristas (asesinos de
Pizarro) no querían dejar reposar, ya, el cadáver del Marques. En la plaza (hoy
Plaza Mayor) hervía la multitud:
-¡Estaos quedos, señores. Estaos quedos! ¡Viva el Rey
y mueran tiranos que nos querían matar! Decía la soldadesca almagrista que pedía
que sacaran el cuerpo del Marqués y lo pusieran en la picota; otros corrían
desenfrenados por las calles para saquear y robar las casas de… los amigos de
Pizarro.
En el patio de palacio estaba María de Escobar, llorosa
y amedrentada, recogiendo el cadáver de
su esposo Francisco de Chávez (que murió
en el atentado) para llevárselo a su casa. A la recámara del Marqués habían llegado
también Juan de Barbarán, noble amigo respetado por ambos mandos, e Inés Muños,
mujer de Francisco Martin de Alcántara y cuñada de Pizarro. Esta acababa de
poner en seguro a los hijos de Pizarro en compañía de la animosa trujillana
Isabel Rodríguez, escondiéndolo en el convento de La Merced. Los almagristas
exigieron que el cadáver fuera sacado a
la plaza para que lo viese don Diego de Almagro, el Mozo, que había salido
armado de punta en blanco y se hallaba
en medio de la multitud en las gradas de la catedral.
Barbarán y la pobre y desolada Inés Muñoz colocaron el cuerpo del Marqués en un repostero
y así lo sacaron unos negros a la plaza mayor. La turba vociferaba al paso y el
grupo de mujeres compungidas iba detrás del cuerpo del Marqués y de su hermano. En el tránsito doloroso unos
soldados pretendieron ultrajar el cadáver
del gobernador pero doña Inés Muñoz como una leona herida les enrostró
su cobardía y los apostrofó de
traidores. Barbarán se interpuso y en medio del silencio de algunos y de la feroz
alegría de los otros, el cortejo entró
en la iglesia mayor donde doña Inés Muñoz se arrodilló para besar las sienes
ensangrentadas del Marqués y contemplar su rostro venerado, con inmensa
tristeza.
En la plaza y en la calle continuaba la algarabía y el
trote de caballos. Relucían las cotas de malla, las celadas y las espadas e iban
gritos y órdenes y pregones. En las gradas de la catedral un grupo de viejos conquistadores,
entre los que se hallaban Alonso Martin de don Benito, el más antiguo hombre de
la tierra, que había estado con Núñez de
Balboa y con Pizarro en el descubrimiento del Mar del Sur; Pedro de Alconchela, el recio trompeta de la expedición
de Pizarro en La Marcha de Cajamarca al
Cuzco; Nicolás de Ribera, el viejo, uno de los trece del gallo y primer
alcalde de Lima, y otros antiguos conquistadores
miraban la escena que se desarrollaba en
la plaza con un desencantada tristeza. Por sus ojos pasaban, en confusa visión,
todos los hechos prodigiosos de la conquista: las penalidades del Puerto de Hambre, el heroico empecinamiento
de la isla del Gallo, la balsa de tumbesinos
con su primera carga anunciando El Dorado,
la visión de Tumbes maravillado por la imaginación de Pedro de Candía, la procesión
policroma del inca en Cajamarca y la voz entera de Pizarro dando la voz de mando contagiosa de Santiago y Cierra España; y la entrada al Cuzco en el pendón de
castilla, el hijo de Huayna Cápac al
lado y todas la jornada fatigosas y jadeante por loa andes y los llanos y por
los caminos del Perú que el capitán extremeño había recorrido en todos los sentido
poblándolo y convirtiendo a los naturales a la fé de cristo y al servicio de su majestad.Al lado del grupo melancólico, unos vizcaínos enardecidos gritaban:
-¡Ya la tierra está en poder de montañeses!
Una mujer grosera y desenfadada, LA Mendieta, amiga
del Factor Mercado, cómplice de los almagristas, daba rienda a su alegría y decía:-¡Este es nuestro día ágora, seremos señoras que este marqués era un maldito que todo lo quería para sí!
La chusma aplaudía y reía, y la mujer seguía murmurando
injuria s y procacidades.
Y el viejo Alonso Martin, encorvado la espada por los
años y la cabeza inclinada, se alejó por entre la turba de soldados que le obstruía
el paso a empellones, desconocido, en medio de la vorágine absurda y se fue a
refugiar a su mansión, solo, con sus recuerdos y con su gloria inútil, porque
sentía una congoja en el corazón y los ojos empañado de lagrimas…
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