A veces escribo
sentado en el piso con las piernas cruzadas trancando la puerta con mi espalda para que
nadie entre a molestarme.
Luego, me canso de escribir y pregunto, ¿Qué tengo que
hacer? Miro mi libreta de notas. Tengo que comprar lapiceros por docena para
que me salga más barato, cuadernos de
triple raya que nadie quiere y lo rematan por jirón Azángaro .
Tengo que ira a ver las últimas películas del ciclo
del cine europeo, algunas de las cuales la he resumido para mi blog.
Tengo que comprar libros de segunda mano en el parque librero Amazonas, por ejemplo, País de Jauja de un tal Edgardo Martinez, peruano, Itinerario de un Hombre de
Juan Espejo, La Ultima Expedición al Polo Sur, de Scott R.F.
Tengo que comprar USB para bajar música de Harry James
y su orquesta, de Leonard Cohen, Charlie Parker, Frank Liszt y poder escuchar
mientras escribo.
Pero, ser más de lo que fui ayer, cuesta. Aparte de
los gastos ordinarios de la casa y la manutención.Si cada día dejamos pasar en blanco ¡qué pérdida!, pienso, dando más valor a lo primero. Ya no se podría recuperar. Al comienzo, para matar ese mundo anterior de mediocridad y dar paso a uno nuevo hay un lucha tremenda entre el músculo que quieres perdurar lo anterior y el alma que quiere liberarse. Pero cuando se le domina al cuerpo la cosa ya es más sencilla.
Un perro que mora en nuestra casa, que nos recibe al regresar de la calle, juguetón y contento tratando levantarnos el ánimo también merece que hagamos algo por él, a pesar que es un animal: bañarlo, llevarle a un parque, a su control veterinario, convivir con él y no solo mandar a la empleada que lo haga. No es tanto dar dinero para que fulano o sutano lo hagan. Con nuestros hijos, igual, hay que interactuar con ellos y no solo proveerle dinero.
Si nos cae una moneda de diez centavos y no lo
recogemos porque es ínfimo su valor, es mala señal, merece recogerlo y demostrar que
le damos valor. El mentecato que nos ve dirá: ¡Bah, recogiendo diez centavos! Pero
la persona que sabe cómo cuesta conseguirlo dirá lo contario, si ven nuestros
hijos, este gesto sin palabra, dirá mucho más que una hora de de palabrería.
Aunque los que nos rodean defenestren
a nuestras espaldas cuando no optamos por lo que ellos consideran
provechoso y, al contrario, cuando ellos mismos ven operar un cambio en
nosotros, se irrogarán diciendo:
Yo le dije que cambiara. No se les debe refutar porque ignoran lo que
hay que matar para revivir el alma. Si eso les hace quedar bien, allá ellos .
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