Un grupo de caballeros franceses liderados por Hugues de Payns, fundaron
en Jerusalén en 1119, la orden de los Pobres Caballeros de Cristo, adoptando
las reglas religiosas de lo agustinos. Su
primera misión fue mantener el orden y la seguridad en palestina. Poco después,
el rey de Jerusalén, Balduino II, les obsequió un palacio detrás del templo de Salomón.
Esa circunstancia dio lugar a que hiciera
fortuna el nombre de Templarios, con el que los recuerda la historia. Los Templarios, todos
de ilustre cuna, tenían como hábito, concedido por el Papa en 1148, un manto
blanco donde se lucia una imponente cruz roja.
Habiendo desaparecido los estados latinos de oriente, luego de la pérdida
del puerto de Acre (Puerto que después fue de Israel) en 1291, luego de 170
años de permanencia los Templarios se refugiaron en Europa, donde ejercieron la
lucrativa función de banqueros, sobre todo en Francia. Su poder inquietaba a
Felipe IV que se había rodeado de un grupo de jurisconsultos burgueses:
Guillermo de Nogaret, Guillermo Plasian, Pedro de Flotte y Enguerrand de
Marigny. Nogaret el más influyente e
inescrupuloso. Ellos defendían la monarquía absoluta. La voluntad del soberano
debía ser la ley imperante.
La riqueza de los Templarios atraía múltiples codicias, incluso la del
monarca. El secretismo de la orden daba lugar a toda clase de insinuaciones.
Los caballeros Templarios del blanco manto y la roja cruz ofrecían
constantemente muestra de su independencia, fuerza y opulencia. Felipe IV Intentó,
sin fortuna, que lo nombraran Gran Maestre de la Orden. El rey, por otra parte,
era uno de los que habían solicitado préstamos de dinero a los Templarios.
Estando así las cosas, entre el monarca y los Templarios, Guillermo de Nogaret,
se urdió un diabólico plan que fue llevado con el máximo secreto.
En todas las provincias de Francia los agentes reales recibieron órdenes selladas
que debían abrir y ejecutar el viernes
13 de octubre de 1307.
Ese día fueron detenidos todos los Templarios acusándolos de los crimines más extraños y de
extravagancias demoniacas: adoraban un gato, practicaban la sodomía, omitían en
la misa las palabras de la Consagración y escupían el crucifico. Entregados a
los tribunales de la Inquisición, espantosamente torturados, con sus bienes
confiscados, confesaron lo que se les reprochaba.
El proceso a los Templarios duró siete años. El Papa Bonifacio VIII excomulgó al rey de Francia. Guillermo de
Nogaret, con una banda de mercenarios sorprendió en Anagni a Bonifacio, un
anciano de 86 años que no sobrevivió a la persecución. Lo sucedió Benedicto IX,
quien levantó la ex comunión al rey Felipe IV
pero se negó absolver a Nogaret. Este lo hizo envenenar. Finalmente
Felipe IV encontró un papa dispuesto a
cumplir sus órdenes: Bertrand de Goth, que tomó el nombre de Clemente V y se
estableció en 1329 en Aviñon. Sus sucesores franceses fijaron allí la sede del pontificado por casi un siglo.
En 1311 se reunió en Vienne un Concilio convocado para estatuir sobre la
suerte de la orden de los Templarios.
Felipe IV acudió para orquestarlo el mismo. Clemente V pronuncio la disolución
de la orden, “culpable de escándalos confesados, odiosa al rey Felipe, inútil
ya en tierra santa” muchos templarios
fueron ejecutados. En cuanto a los más altos jerarcas del temple, Felipe
IV les había prometido la vida.
El 18 de marzo de 1314, después de
siete años de cautiverio, el Gran Maestre Jacques de Molay fue conducido junto
con Geoffray de Charnay, preceptor de Normandía, al atrio de Notre Dame delante de
tres cardenales y una enorme muchedumbre
para oír como los condenaban a prisión perpetua. Entonces Molay manifestó un
vigor tardío: Nosotros no somos culpables de las cosas de que nos acusáis, pero
somos culpables de haber traicionado bajamente la Orden para salvar nuestras vidas.
La Orden es pura, es santa; las acusaciones son absurdas, las confesiones
falsa”
Inmediatamente, el rey ordenó el cambio
de la pena para los dos templarios relapsos, es decir que reincidían en un pecado del que habían
abjurado. Ahora debían morir en la hoguera,
que se preparó con nerviosa prisa. Cuando
Jacques de Molay estuvo atado en
un tronco de árbol y con la pira de leña hasta las rodillas, volvió a hablar.
Sus ultimas palabras, según un capellán real, fueron: “Pagaras por la sangre de
los inocentes, Felipe IV, rey blasfemo! ¡y tu Clemente traidor a tu iglesia!
¡Dios vengará nuestra muerte, y ambos estaréis muertos antes de un año!
Efectivamente, el monarca y
el papa que se coludieron para destruir a los Templarios murieron en el plazo
señalado. ¿Justica divina? ¿Simple coincidencia?