Tras el misticismo arribó la ebriedad. Las comparsas
de indios serpenteaban alrededor de la mamacha Asunta, y la masa de indios parecía sumergirse en un trance profundo.
Oraban en quechua, depositaban ofrendas de papas, ocas, obleas de maíz llamadas
sancu, chicha, y brindaban haciendo
desordenadas circunvoluciones.
El cura Fancisco
de Ávila se percató de la extrema exaltación que habitaban en el pecho de los
aborígenes. El estrépito de un cañonazo sacudió la plaza. El extirpador (Francisco
de Ávila llamado primer juez extirpador
de idolatrías) se dirigió al altar
portátil de la virgen de la Asunción. Entonces enarboló el sable de un soldado
y rompió las telas y los ornamentos del anda.
Los relinchos y los ánimos se exacerbaron. Ávila
insistió en sus destrozos haciendo añicos los oropeles las cenefas y los brocados que adornaban la
venerada imagen de la patrona de mama Asunta. Finalmente, rasgó el manto de la virgen
y encontró que bajo sus regias vestiduras
de oro y seda se escondía un ídolo de palo
de la insaciable Chupiñamca.
-¡Indios pérfidos!, clamó. Los lanceros se abalanzaron
sobre la masa y rescataron al cura que
estaba a punto de ser ajusticiado por los indígenas.
(Tomado de Dioses y Hombres de Huarochirí, narración
quechua recogida por Francisco de Ávila (¿1598?) y traducción castellana de José
María Arguedas)
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