“…En otro orden de cosas, no sé por qué se me ocurrió
que no me gustaban las ciruelas negras, pero como me las servían las comía,
haciendo ascos pero las comía. Qué iba a hacer. Un día mi mamá se fue a
Barcelona a hacer gestiones y me quedé en el convento con mis hermanos (Arenys
de Mar, al norte de Barcelona) a cargo de las monjitas. A la hora de la comida
sirvieron ciruelas, entonces le dije a
la monjita en francés, que ya lo había aprendido:
-Hermanita, hermanita, yo no voy a comer ciruelas.
-¿Por qué, hijito?
-No voy a comer ciruelas como sacrificio al Niño Jesús.
Recuerdo que el rostro de la monjita se iluminó. Junto
las manos, cerró los ojos y dijo:
-¡Niño lindo, lindo! ¡No comes ciruelas como
sacrificio! ¡Qué hermoso, señor!
La monja se fue con una expresión de dulzura, y cuando
llegó mi madre escuché aterrado que le decía:
-¡Señora María, señora María! ¡Usted tiene un hijo que
es un santo!
- ¿Un hijo santo! ¿Quién es, por dios?
-¡Su hijo Mariano, señora!, que no ha querido comer
ciruelas como sacrificio al Niño Jesús.
Quise correr, (mi madre solía pegarme) desaparecer de
ahí, pero me paralizó el grito de mi madre.
-¡Que sacrifico ni que niño muerto! Y con sus ojos
siempre ardiendo, agrego:
-Lo que pasa es que este zamarro no le gustan las
ciruelas negras. Y ordenó:
-¡A ver, dele ciruelas!
Y a mí:
-¡Ahora cómete las ciruelas, cómetelas!
Me la hizo comer niño santo y todo, me las hizo comer,
una a una, provocándome un poco de asco pero sí muchas ganas de morirme de
vergüenza. Lo cierto es que, ahora, como de todo, no le hago ascos a nada, incluidas
las ciruelas negras, y en ese aspecto ello me ayudó a sobrellevar sin incomodidad
extrema el aspecto gastronómico del secuestro”
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