sábado, 14 de junio de 2014

El Petromax


Se viene el día del padre y tengo que escribir algo referente,  sobre todo referente a él que recién tiene un par de años ido. Recordé, hace pocos días vaciando  cajones,  encontré  una camiseta marca Famosa dentro de un cuaderno antiguo.
Esta camiseta como lo llamaba papa, es de la forma de un foco de luz cuando se hincha,  hecho de tela de seda  que se  carboniza  a fuego, primero,  ante la bomba de aire que se maniobra a presión de la mano  sobre el pistón del Petromax  que actúa sobre la cámara de combustible emanando  gas y quema la camiseta   que actúa como  carburador y luego de combustionar  resulta girando una llave, segundo, una luminosidad muy intensa: esa lámpara  es  el famoso Petromax que ya no se utiliza.

Aparato que tenía uno de recuerdo en mi casa del cerro, luego lo llevé a Las Gardenias y  desapareció, seguramente mi mujer lo vendió a los cachineros por comprar algunos panes. Así vendió mi casaca de cuero, mi  llave inglesa , mis long plays de vinilo, y cuando le reclamaba   se amargaba y profería ¡Carajo, todavía tienes la raza de reclamar!  ¿Por qué no dejas el dinero completo para la semana? Por no molestarme lo dejaba ahí y seguía de largo.
Esa camiseta, una sola unidad sin uso, lo encontré hace varias semanas haciendo limpieza y lo dejé en la caja de cosas diversas debajo de mi escritorio y hoy que quiero escribir recurro a ese artificio. Lo palpo en mis dedos la suave tela.
Seguramente era el último ejemplar que no  usó  nuestro Petromax  y  quedó olvidada dentro del cuaderno de papá,  seguramente, también, llegaba la luz eléctrica a casa y esto debido no, por obra del gobierno o municipalidad sino por el ingenio de  don Billón, un vecino del cerro que por su influencia con la embajada de  Rusia había  solicitado jalar del cableado de la única avenida principal del distrito un medidor particular, y desde ahí en tendidos aéreos (compraba el cable el que necesitaba corriente en su casa) abastecía  el suministro a tantos soles mensuales sin demora so pena de corte inmediato. Esto debe de haber sido por el año 1963.

Viene la camiseta dentro de un  sobre  de número 41 y debajo 400-600 CP que será, supongo, el rango de luminosidad.
En mi casa del cerro  me tocaba encender el Petromax: llenaba el tanque de  kerosene , lo bombeaba. Tendría yo diez años , quedaba maravillado mis ojos de niño cómo es que la tela podía resistir tanto fuego, sin embargo, cuando estaba negro la camiseta un leve y mal movimiento al Petromax se deshacía y ya no servía la camiseta.
Emitía el artefacto un zumbido constante y era por el gas de  kerosene  que salía de la cámara hasta agotarse después de unas tres horas de uso,  más o menos, y había que aumentar más querosene. La luz que desprendía parecía a  un foco de 200 W actual. Papá lo colocaba en el umbral de la puerta que unía  sala y dormitorio, punto donde había una ventana  de la cocina-comedor por lo que una lámpara iluminaba los tres únicos cuartos de la casa.
En tiempo de invierno  gustaba sentarme debajo de  la lámpara, trasmitía calor, abrigaba, y luz para leer Sampietri,  Serrucho del diario  Ultima Hora - diario de la tarde, que papá siempre compraba- o, hacer mis tareas escolares mientras papá sobre la mesa encintaba por separado rumas de moneda  de medio sol, veinte centavos, reales , medios , dinero de la venta de frutas de la jornada para hacer la compra, en la mañana siguiente, en el mercado mayorista cerca a casa .

 
Sin embargo, mi propósito es recordar cuando volvíamos del pueblo  de papá  luego de pasar quince días  de vacaciones -de medio año- que para papá era insalvable hacerlo una vez por año por lo menos,   visitaba a su padre de avanzada edad llevándole víveres,  ropa y  alguna otra cosa que necesitaba. Mi abuelo había hecho el intento de vivir con nosotros en la casa del cerro  pero no se acostumbro  y prefirió pasar sus últimos días en su pueblo al lado de sus hijas.
Dejábamos el pueblo, repito, a lomo de bestia porque aún no llegaba el carro al pueblo. Salíamos con el alba, un par de mulas, dos borricos habilitados por don Tomás,  esposo de una  de mis tías. El viaje era  lento porque mi papá solía detener  la cabalgata en un paraje para contarnos las peripecias que pasó, niño, en tal lugar, nos  detallaba el nombre de sus chacras,  señalaba el caminito de cabra  que ascendía o bajaba a tal lugar, contaba sucesos tristes, cómicos o pendencieros que había pasado a algunos de sus parientes. Avivaba sus recuerdos con sentimiento hasta ponerse a llorar.  Además se hacía lento el viaje porque mamá  llevaba en su regazo a mis hermanos menores y solía detener la reata , de rato en rato, apearse, alimentarlos, cambiarlos. También, lento,  por los animales viejos aunado a la carga de mamá que había engordado y  arrobas de papa, oca, trigo, cebada –sobre estas talegas iba yo, orondo y feliz- así  la procesión se hacía penosa y lenta. Había que bajar al lecho de un río, ascender una cuesta hasta una meseta, bordearla y bajar hasta otro río y ascender otra cuesta tres veces más alta que la anterior, llamado Lomo largo porque era luengo y estirado, también se le llamaba  Cansa caballo .

 Circunstancias por la que la noche se agazapaba sobre la tropilla   antes de llegar el destino.  El destino era llegar a lo alto de la cumbre, mejor dicho, al abra hasta donde llegaba el carro.
Recuerdo en particular uno de los viajes  cuando la noche fue tan oscura  que no se veía ni los borricos que iban atrás. Pero oía el fuste que daba el tío Tomás a los remolones borricos   y adelante ,papá,  a pie,  llevando la brida de la mula que llevaba la delantera y con la otra mano  alumbrando una lámpara de mano  el sendero para que pisaran bien y no se  desbarrancaran al precipicio con nosotros.
Cuando tapa el cerrazón  los cerros, las quebradas, la hoyada es tan oscuro que no se ve las estrellas ni el camino.  Si no fuera por la linterna de mano de papá nos hubiéramos detenido. Papá  chiflaba los labios:  Muac, muac y espetaba ¡Vamos mula vieja, apura, no te quedes! Muac, muac, y por atrás tío Tomas ¡Burro arre, burro de miércoles,  arre!
Llegar a la cima parecía quimérico, luego de tantas horas de marcha papá detenía la cabalgata,  ajustaba la cincha, descendía mamá  a vaciar la vejiga  mientras papá arreglaba las mantillas de la gualdrapa, las alforjas, enderezaba  anteojeras y baticola, y reanudábamos el ascenso extenuados  y  con desosiego del alma.

Entonces, en las tres cuartas partes del ascenso  desde el cóncavo del cielo encapotado  relumbraba una luz fulgurante como una estrella. ¿Qué es papá?, pregunté. ¡Ah! Es la luz del Petromax, ya vamos a llegar, me animaba.
En mi  corta vida,  hasta ese tiempo, fue esa luz  obsequio  estupendo que pudiera recibir: llegar a la pascana  significaba llegar donde, sabía, estaban esperándonos otras personas que también iban a viajar en el carro y provenían de diferente pueblos por diferentes caminos, nos esperaba  un café caliente de cebada, tal vez, algo que comer, papa sancochada en un olleta a fuego de leña, queso, algo que morder, tal vez un guiso ¡Tenia un hambre! ¡Tenía una sed! Ahí estaría, también,  el carro, el camión esperándonos para devolvernos a Lima.

De pronto la luz del Petromax desaparecía tras la accidentada orografía del cerro, pero luego de un rato reaparecía  ¡Cómo deseaba estar ya en la estación! Más que nada por mamá que sufría con sus dos niños de brazos en la rústica silla de montar.
Aparte del hambre, la sed, la noche, estaba yo atento al camino, luciérnagas con vestidos  fosforescentes , barullo de  grillos inquietos por la fila triste , croar de ranas en las sequías nos despedían.  Oscuridad  intensa pero no tenía miedo, estaba con papá
Y la luz del Petromax volvía desaparecer y tras una trompa del cerro volvía aparecer … pero no llegábamos
¿No sería un espejismo? Opté pensar en silencio. Tan arduo y penoso era la subida que hacía rato papá no tenía ganas  conversar nada, solo llegar.
Parece que los animales que estaban medio muertos tomaron fuerza al percibir la luz cerca  y arreciaron el último   tramo con brío. Después de un recodo del antepecho del cerro, en línea recta, por fin, apareció a nuestra vista la estación, la pascana: dos casuchas mal hechas, un par de corrales, el destello en toda su plenitud del Petromax y el ómnibus interprovincial inclinado sobre una rampa.
La emanación  que despedía el rústico parador  parecía la fragancia  que exhalaba  la hija del visir de un cuento de las mil y una noche, efluvio, aroma serrano que no he hallado en ningún otro sitio, incluso, hasta ahora que soy viejo, sin embargo, lo guardo en mi subconsciente y al rememorarlo trato aprehenderlo pero no puedo describirlo a exactitud.

A la mañana siguiente, mejor dicho dentro de pocas horas, a las cinco de la mañana el carro salía,  bajaba  de los más de tres mil metros de altura donde estábamos.
Los viajeros que nos recibieron estaban sentados conversando sobre un árbol tendido alrededor de una  fogata  tomando chamis -aguardiente con té caliente- Al vernos se levantaron, nos ayudaron bajar de las sillas y apeados, papá saludó a todos y todos   le abrazaban y le decían, tío , primo, y papá orgulloso de mi  me los presentaba y nombraba sus nombres;  y se volvieron  a sentar con papá riéndose con sus ocurrencias, con su lenguaje remendón y chapucero y contaban el motivo de viajes, sus aventuras sentimentales, sus cosas,  motivos de viajes, al calor  del fuego abierto de la leña y el brebaje del chamis entreteniéndose en la vigila esperando el embarque.

Mi Padre pidió permiso y me llevó dentro del chamizo de esteras fijados con piedras, y de techo listones de caña que sujetaba una tela plástica, dentro  había otros paisanos sentados sobre  piedras chatas, había comida, nos sirvieron un seco de cabrito(la zona alta de Yauyos se dedican a la crianza de reses y ganado menudo, generalmente) para nosotros mientras tío Tomás desensillaba  las mulas,  deshinchaba los borricos para luego darles forraje y agua y hacerlos descansar, en la mañana cuando nosotros descenderíamos a Lima Tomás y los animales volverían al pueblo.

Dentro del refugio había otro Petromax y a pesar de él  corría un viento. Estábamos en el abra de dos cerros por lo que el viento nos llegaba de ambas hoyadas;  papá se puso su poncho y yo, ahora, con la barriga llena, me recostaba en su regazo y mientras  él con su sombrero a la pedrada, sus ojos y bigotes pequeños, su nariz aguileña se solazaba conversando con sus paisanos yo me dormía feliz,  al calor de mi padre y  la lumbre del Petromax.

¡Feliz día papá estés donde estés!

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