Cuando mis tres hermanas y yo nos hicimos adultos, cada quién se mudó a
vivir su propia vida. Mi padre debió sentir entonces un alivio compresible
después de haber dedicado más de dos décadas
a educarnos y mantenernos. Era viudo, bordeaba los setenta años y por
fin podía vivir a plenitud lo que pocas veces había tenido: libertad para hacer
lo que le diera la gana. A veces le sugería en broma que, ahora que ya no tenía
que mantener a nadie, debería dedicarse a viajar por el mundo. Que poco lo conocía.
Tiempo después, él también dejó la casa familiar y se mudo a otro lugar
con una ansiedad similar a la de sus hijos. Rentó un terreno lleno de
árboles en las afuera de Lima y se
dedicó a sembrar y a criar animales. La chacra fue para él un refugio amable
después de una larga cadena de emprendimientos irregulares. En sus últimos años
tuvo una distribuidora de cervezas; un
aserrador, una pequeña flota de vehículos
para mudanzas, taxis y transporte de escolares. Cada empresa engendraba
ilusión, producía dinero, pero también atraía estafadores y fatiga. Para un espíritu
inquieto como el suyo, el campo ofrecía
un descanso seguro y lleno de actividad.
Construyó una cabaña de madera. Sembró hortalizas. Fabricó corrales
para aves. Compró cerdos, carneros, conejos, cuyes, gallinas. Adoptó un par de
perros de la calle y los entrenó como vigilantes. Y así, poca poco, se hizo un
hombre de campo en una época, crió patos. Consiguió alguna hembra y un macho
reproductor. Diseño un estanque y le dio espacio para que pudieran nadar y ensuciar
con tranquilidad. Abundaba el maíz. Las hembras empollaban sus huevos en nido que
parecía suite de un hotel. Los polluelos nacían todos lo días. Pronto decena de
patos consentidos agitaban las alas exigiendo sus derechos.
Mi padre llamaba son insistencia
a todos sus parientes que lo visitáramos los fines de semana y nos exigía que lleváramos
amigos. Estaba orgulloso de sus animales y nos instaba a comerlo de todas las maneras
posibles: guisado, en sopa, al fuego. Al final del día nos regalaba carne para
que el festín siguiera en nuestra casa. Cuando la población de pato superó los trescientos
ejemplares, era claro que había un problema de superpoblación . Los conejos y los cuyes
también repletaban los corrales. ¿Que podíamos hacer con tantos animales? Mi padre fantaseaba
con abrir u n restaurant. Entonces su salud se quebró.
Una tarde llegué de visita a su
casa y hallé un cartel muy discreto colgado en el portón: Se regalan patitos.
Al poco tiempo cerro la chacra.
Si esta historia hubiese ocurrido ahora, no habría dudado en emprender
cualquier aventura a su lado. Pero entonces mi cabeza estaba en otro lugar. Mi padre
me llevaba cincuenta años de diferencia.
Cuando murió yo apenas comenzaba a entenderlo, quizás le habría gustado saber
que después de varia idas y venidas también estoy mudándome al campo.
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