miércoles, 12 de noviembre de 2014

Hombres de campo (por Marco Avilés)


Cuando mis tres hermanas y yo nos hicimos adultos, cada quién se mudó a vivir su propia vida. Mi padre debió sentir entonces un alivio compresible después de haber dedicado más de dos décadas  a educarnos y mantenernos. Era viudo, bordeaba los setenta años y por fin podía vivir a plenitud lo que pocas veces había tenido: libertad para hacer lo que le diera la gana. A veces le sugería en broma que, ahora que ya no tenía que mantener a nadie, debería dedicarse a viajar por el mundo. Que poco lo conocía.

Tiempo después, él también dejó la casa familiar y se mudo a otro lugar con una ansiedad similar a la de sus hijos. Rentó un terreno lleno de árboles  en las afuera de Lima y se dedicó a sembrar y a criar animales. La chacra fue para él un refugio amable después de una larga cadena de emprendimientos irregulares. En sus últimos años tuvo una  distribuidora de cervezas; un aserrador, una pequeña flota de vehículos  para mudanzas, taxis y transporte de escolares. Cada empresa engendraba ilusión, producía dinero, pero también atraía estafadores y fatiga. Para un espíritu inquieto como el suyo,  el campo ofrecía un descanso seguro y lleno de actividad.

Construyó una cabaña de madera. Sembró hortalizas. Fabricó corrales para aves. Compró cerdos, carneros, conejos, cuyes, gallinas. Adoptó un par de perros de la calle y los entrenó como vigilantes. Y así, poca poco, se hizo un hombre de campo en una época, crió patos. Consiguió alguna hembra y un macho reproductor. Diseño un estanque y le dio espacio para que pudieran nadar y ensuciar con tranquilidad. Abundaba el maíz. Las hembras empollaban sus huevos en nido que parecía suite de un hotel. Los polluelos nacían todos lo días. Pronto decena de patos consentidos agitaban las alas exigiendo sus derechos.

 Mi padre llamaba son insistencia a todos sus parientes que lo visitáramos los fines de semana y nos exigía que lleváramos amigos. Estaba orgulloso de sus animales y nos instaba a comerlo de todas las maneras posibles: guisado, en sopa, al fuego. Al final del día nos regalaba carne para que el festín siguiera en nuestra casa. Cuando la población de pato superó los trescientos ejemplares, era claro que había un problema de superpoblación . Los conejos  y los cuyes  también repletaban los corrales. ¿Que podíamos  hacer con tantos animales? Mi padre fantaseaba con abrir u n restaurant. Entonces su salud se quebró.

Una tarde llegué de visita  a su casa y hallé un cartel muy discreto colgado en el portón: Se regalan patitos. Al poco tiempo cerro la chacra.

Si esta historia hubiese ocurrido ahora, no habría dudado en emprender cualquier aventura a su lado. Pero entonces mi cabeza estaba en otro lugar. Mi padre me llevaba cincuenta  años de diferencia. Cuando murió yo apenas comenzaba a entenderlo, quizás le habría gustado saber que después de varia idas y venidas también estoy mudándome al campo.

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