A veces, en las noches, cuando era soltero y no podía
dormir salía a la calle sin que nadie se enterara en casa. Dos o tres de la
madrugada iba a los terminales terrestres, aquellos que están
entre la avenida 28 y Paseo de la República, y me entretenía ver desde los asientos
de la sala de espera con una taza de
café caliente en manos mirando a la
gente que afanosa se embarcaba
y trataba enganchar la emoción de
los adioses, intuir los recados y mi corazón se contagiaba con los agites de manos despidiéndose.
No faltaba alguien llegara tarde y forzosamente tenía que espera un par de horas para abordar
el bus siguiente.
Entonces, al chocar nuestras miradas sobre todo si era
una fémina levantaba mi taza y le
sonreía y porfiaba la conversación que exigía para ahogar las dos horas.
Luego, como si nos conociéramos mucho tiempo nos sincerábamos
en la versa y nos despedíamos como si fuéramos
parientes prometiéndonos re encontrarnos al regreso, incluso, de por medio, compartíamos
direcciones y teléfonos.
Entonces volvía a casa antes que rayara la mañana
cuando el cinabrio del cielo jaloneaba a su lado y
la aurora para otro, llevando la bolsa de pan para distraer, por si acaso
hubiera una pregunta impertinente.
Antes era joven y podía ligarme un enganche...
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