Estábamos pegando afiches por un candidato para la
alcaldía de San Juan de Lurigancho. Yo, que postulaba para regidora, un
jovencito y el chofer de una camioneta. Estos trabajos solíamos hacerlo de
noche, uno, porque nos dedicamos a otras labores en el día, dos, para evitar
los encontronazos con los simpatizantes
del bando contrario, y, tres, los locatarios
no quieren que se les peguen afiches en sus casas.
A eso de las dos de la madrugada, cuando ya íbamos a
terminar llegamos a una casa de adobe un poco solitaria en la avenida Huáscar.
La larga avenida estaba vacía.
Despacito, no hagas ruido, le dije al jovencito. En
eso, cuando estábamos pegando el afiche se abrió la puerta de esa casa con un
chirrido estremecedor y salió un perro negro, negro como el de la película El Exorcista,
y no nos ladra, solo se sienta en sus ancas y nos mira lo que hacemos. Nos
asustamos y a pie puntillas nos retiramos y subimos a la camioneta, unos metros
adelante. Cuando subimos, vimos por el parabrisas posterior a una persona
aparecer por la bocacalle, luego al acercarse más le vimos que dos perros
idénticos al que habíamos visto les acompañaba. La camioneta siguió detenida al
borde opuesto a la casa. Conforme se iba acercando vimos que era una mujer de tez blanca, cabellos
largos y frondosa ropa negra, y, vimos, al menos yo lo aprecie así: la mujer volaba,
no pisaba el piso. Perplejos, mudos y muertos de miedo estábamos nosotros los
tres y vimos, luego, como el perro que nos miraba salió de la casa que citamos
y se unió al cortejo, y pasaron por nuestro lado sin mirarnos y siguieron
caminando avenida abajo mientras los
otros perros de la vecindad aullaban y ladraban, luego torcieron por un
calle para dirigirse al cerro donde hay
un cementerio.
Esa vez fue la última
noche que salí a pegar afiches.
(trasmisión radial)
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