martes, 30 de abril de 2019

TED HUGHES II



Se conocieron en una fiesta celebrada en la Universidad de Cambridge a mediados de la década de los cincuenta. Cuatro meses después contrajeron matrimonio. Tras varios años de relación atormentada, Ted Hughes abandonó a su mujer y a los dos hijos pequeños del matrimonio para irse a vivir con una mujer casada, la también poetisa Assia Wevill. Sola, en medio de un invierno durísimo, con escasos medios económicos, Sylvia Plath, que era proclive a la depresión, se levantaba a las cuatro de la madrugada para dar forma a sus poemas antes de que se despertaran sus hijos. Un día, la poetisa, que había intentado suicidarse en otras ocasiones, perdió la batalla con sus demonios. El 11 de febrero de 1963, tras dejar el desayuno preparado para sus hijos, Frieda y Nicholas, abrió la espita de gas e introdujo la cabeza en el horno.

Dio así comienzo un mito en el que nunca ha sido fácil discernir el papel desempeñado por Hughes. Como todavía estaban legalmente casados en el momento de la muerte de su esposa, Hughes se hizo cargo de sus manuscritos. Sucedieron dos cosas. Las composiciones que dejó Plath tras suicidarse eran muy superiores a cuanto había publicado en vida. El poemario titulado Ariel es uno de los mejores de la segunda mitad del siglo XX. Hughes lo editó con sumo cuidado, junto a otros títulos de Plath, pero hizo algo que se juzgó imperdonable: destruir una parte importante de los diarios de su esposa. Poco proclive a defenderse, Hughes se limitó a decir que su lectura hubiera infligido a sus hijos un daño irreparable.

Durante los años que siguieron, Hughes fue acumulando una obra personal de gran altura, a la vez que siguió editando de manera ejemplar los escritos de su esposa, pero nunca consiguió deshacerse del estigma que lo convirtió en el causante de su suicidio. Sus lecturas y conferencias se veían habitualmente interrumpidas por el grito de asesino. De la tumba de su mujer, en la que el nombre que aparecía inscrito era Sylvia Plath Hughes, manos desconocidas arrancaban sistemáticamente su apellido, que él siempre volvía a reponer. En 1981, Hughes publicó los Poemas reunidos de Sylvia Plath, cuidadosamente editados, como siempre, por él. El libro obtuvo el Premio Pulitzer con carácter póstumo. En 1998, enfermo de cáncer y sabiéndose cercano a la muerte, Hughes publicó Cartas de cumpleaños, un diario poético dirigido a su mujer en el que había trabajado de manera continuada desde el día en que se suicidó. Considerado su mejor libro, se vendieron medio millón de ejemplares, caso insólito para un libro de poesía, aunque no sirvió para borrar el estigma que pesaba sobre él. El hecho de que la mujer por la que había abandonado a Sylvia Plath se suicidara recurriendo a la asfixia por gas tras haber dado muerte a la hija que había tenido con Hughes contribuyó a ennegrecer aún más su imagen. Sin embargo, el poeta se volvió a casar.

Su viuda, Carol, recibió de manera positiva el hallazgo del poema. Con él se da una vuelta de tuerca al mito. Mientras investigaba en la Biblioteca Británica, lord Melvyn Bragg encontró entre los cuadernos de Hughes un poema titulado Última carta. De una dureza insoportable, el poema es un testimonio trágico de la obsesión de Hughes por tratar de fijar la noche del suicidio de Sylvia Plath. Murió sin conseguirlo, por eso no lo incluyó en Cartas de cumpleaños. La noticia del hallazgo causó conmoción en Inglaterra. Un actor profesional leyó el poema, que había sido publicado en el New Statesman, durante la emisión de noticias del Canal 4 de Televisión. Según su descubridor, es el mejor poema de Hughes, aunque es difícil suponer que este sea el cierre final de una tragedia que ha perseguido al poeta más allá de su muerte. En marzo de 2009 uno de los hijos que tuvo con Sylvia Plath, Nicholas, también se suicidó.


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