La última palabra de Ted Hughes (1930-1998)
Tedi López Mills 31
enero 1999
El poder de la poesía, según Ted Hughes, es hacer que las
cosas ocurran como uno quiere que ocurran. Esta atribución, en su caso, tiene
algo de ominoso. En dos ocasiones a Hughes le ocurrieron cosas que lo acercaron
más a la nota roja que a la musa. El suicidio de su primera esposa, la poeta
Sylvia Plath, en 1963, y el ulterior suicidio de su segunda mujer, Assia Wevill
–quien también mató a Shura, la hija de ambos– en 1969, parecerían colmar
cualquier deseo de acontecimientos y sacrificar el postulado de una estética
futurista a favor de algo más tenue: la mera sucesión cronológica. La poesía,
en este espacio más modesto, sería lo que sucede después de los hechos y su
poder consistiría no en revelarlos, sino en concederles el rango supremo de un
destino. De esta manera, sólo en retrospectiva cobraría sentido el dictamen de
Hughes: escribir acerca del pasado como si uno lo hubiera determinado de
antemano. Así, la inevitable consumación podría asemejarse a una forma discreta
de profecía. El tiempo verbal de su expresión sería lo de menos.
Hughes, en cierto modo, extremó aún más este futuro del
pasado: intentó inventarle una vida a la muerte. Lo hizo primero en 1970, con
su libro Crow, escrito para conmemorar a Assia Wevill y a Shura; y más tarde,
en febrero de 1998, con Birthday Letters, el homenaje casi póstumo que le
dedicó a Sylvia Plath, a unos cuantos meses de su propia muerte, el 28 de
octubre, recién cumplidos los 68 años.
La primera apuesta produjo un artefacto, no un milagro. En
Crow los poemas representan hasta la rigidez los actos previsibles de una
alegoría. A diferencia de los numerosos animales en la poesía de Hughes, que
suelen encarnar el caos perfecto de un mundo rousseauniano y cuya metáfora se
reduce a tomar la naturaleza al pie de la letra, el cuervo de esta obra peca
con el ahínco excesivo de un demonio. Es la muerte travestida, y el disfraz
genera una especie de teatro macabro, donde el personaje oscila entre el autoescarnio,
la conciencia social y la moraleja. Hughes, quizá con tino, fue pudoroso con su
tragedia, que finalmente raya con el escándalo; pero cometió el error artístico
de hacerla desembocar en el territorio incómodo de un catecismo secular. El
cuervo empieza por ser un agente del mal, un sucedáneo de la Guerra Fría, y
acaba, más lógicamente, por sumirse en el mero solipsismo.
Birthday Letters, en cambio, sí logra alterar la historia.
En este libro no sólo recobra vida la muerte, sino que Hughes por fin vence
casi toda la serie de condenas que lo convirtieron durante años en el arquetipo
feminista del verdugo. Para empezar hace añicos el tabú de su propio silencio y
se da el lujo –programado de acuerdo con el reloj de su enfermedad– de
pronunciar la última palabra. Luego, contra lo esperado, no lanza un mea culpa,
sino un extraño testimonio de amor hecho a escala humana, en el que al martirio
y a la santidad de Sylvia Plath les opone los datos ordinarios de un matrimonio
que se va deshaciendo conforme se endurece la tiranía de las obligaciones,
entre ellas, la de la felicidad. A fuerza de colocarlo en un escenario
verosímil, transforma el mito en un género más tangible, el relato, donde por
fin la utopía y el infierno de la mancuerna literaria Hughes-Plath desaparecen
bajo el peso de las circunstancias. En esta versión ninguno de los dos queda
empequeñecido; simplemente adquieren volumen, se les añaden días, episodios,
casas, niños, objetos y un desenlace. El de Plath había quedado trunco; aquí se
cierra. El de Hughes tuvo más fortuna: culminó con un libro excepcional.
Hasta la fecha, se han vendido 100,000 ejemplares de
Birthday Letters sólo en Inglaterra. Sin duda, Hughes ganó la partida tanto
biográfica como literaria. Ya en 1997 sus versiones de las Metamorfosis –Tales
from Ovid– lo habían puesto a las alturas de un clásico, incluso al grado de
hacer olvidar la autoría original de los poemas. Ahora, con este último libro,
Hughes recuperó para siempre el poder que ansiaba para la poesía: que fuera la
justa creadora de los hechos.
— Tedi López Mills
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