Se conocieron en una fiesta celebrada en la Universidad de
Cambridge a mediados de la década de los cincuenta. Cuatro meses después
contrajeron matrimonio. Tras varios años de relación atormentada, Ted Hughes
abandonó a su mujer y a los dos hijos pequeños del matrimonio para irse a vivir
con una mujer casada, la también poetisa Assia Wevill. Sola, en medio de un
invierno durísimo, con escasos medios económicos, Sylvia Plath, que era
proclive a la depresión, se levantaba a las cuatro de la madrugada para dar
forma a sus poemas antes de que se despertaran sus hijos. Un día, la poetisa,
que había intentado suicidarse en otras ocasiones, perdió la batalla con sus
demonios. El 11 de febrero de 1963, tras dejar el desayuno preparado para sus
hijos, Frieda y Nicholas, abrió la espita de gas e introdujo la cabeza en el
horno.
Dio así comienzo un mito en el que nunca ha sido fácil
discernir el papel desempeñado por Hughes. Como todavía estaban legalmente
casados en el momento de la muerte de su esposa, Hughes se hizo cargo de sus
manuscritos. Sucedieron dos cosas. Las composiciones que dejó Plath tras
suicidarse eran muy superiores a cuanto había publicado en vida. El poemario
titulado Ariel es uno de los mejores
de la segunda mitad del siglo XX. Hughes lo editó con sumo cuidado, junto a
otros títulos de Plath, pero hizo algo que se juzgó imperdonable: destruir una
parte importante de los diarios de su esposa. Poco proclive a defenderse,
Hughes se limitó a decir que su lectura hubiera infligido a sus hijos un daño
irreparable.
Durante los años que siguieron, Hughes fue acumulando una
obra personal de gran altura, a la vez que siguió editando de manera ejemplar
los escritos de su esposa, pero nunca consiguió deshacerse del estigma que lo
convirtió en el causante de su suicidio. Sus lecturas y conferencias se veían
habitualmente interrumpidas por el grito de asesino. De la tumba de su mujer,
en la que el nombre que aparecía inscrito era Sylvia Plath Hughes, manos
desconocidas arrancaban sistemáticamente su apellido, que él siempre volvía a
reponer. En 1981, Hughes publicó los Poemas reunidos de Sylvia Plath,
cuidadosamente editados, como siempre, por él. El libro obtuvo el Premio
Pulitzer con carácter póstumo. En 1998, enfermo de cáncer y sabiéndose cercano
a la muerte, Hughes publicó Cartas de
cumpleaños, un diario poético dirigido a su mujer en el que había trabajado
de manera continuada desde el día en que se suicidó. Considerado su mejor
libro, se vendieron medio millón de ejemplares, caso insólito para un libro de
poesía, aunque no sirvió para borrar el estigma que pesaba sobre él. El hecho
de que la mujer por la que había abandonado a Sylvia Plath se suicidara
recurriendo a la asfixia por gas tras haber dado muerte a la hija que había
tenido con Hughes contribuyó a ennegrecer aún más su imagen. Sin embargo, el
poeta se volvió a casar.
Su viuda, Carol, recibió de manera positiva el hallazgo del
poema. Con él se da una vuelta de tuerca al mito. Mientras investigaba en la
Biblioteca Británica, lord Melvyn Bragg encontró entre los cuadernos de Hughes
un poema titulado Última carta. De
una dureza insoportable, el poema es un testimonio trágico de la obsesión de
Hughes por tratar de fijar la noche del suicidio de Sylvia Plath. Murió sin
conseguirlo, por eso no lo incluyó en Cartas de cumpleaños. La noticia del
hallazgo causó conmoción en Inglaterra. Un actor profesional leyó el poema, que
había sido publicado en el New Statesman, durante la emisión de noticias del
Canal 4 de Televisión. Según su descubridor, es el mejor poema de Hughes,
aunque es difícil suponer que este sea el cierre final de una tragedia que ha
perseguido al poeta más allá de su muerte. En marzo de 2009 uno de los hijos
que tuvo con Sylvia Plath, Nicholas, también se suicidó.