Escribe Renato Cisneros:
yacía
muerto. Las patas rígidas, el cuerpo tieso, los ojos en blanco. Parecía
disecado. Cómo decirle ahora al doctor Linares –cliente VIP de la aerolínea,
hombre temperamental- que su mascota había fallecido, que en algún tramo de la
ruta Washington-Lima le había dado un patatús… Ya me jodí. No era culpa suya
pero se sintió culpable. [Anteriormente había sucedió un caso parecido en su área de trabajo]y con esta.. .¡Mierda,
mierda! mascullaba, mientras sacudía el canil: no vaya a ser, pensó, que el
animal estuviera anestesiado. Incluso trató de reanimarlo, y le
buscó el corazón bajo el pecho peludo para procurarle masajes de resurrección.
Pero no había forma de hacer nada. El bonito Schnauzer era solo un cadáver seco,
frío y bigotón.
Requena ya se veía despedido cuando, de repente, una idea
alumbró sus ojos. Era cruel pero era la única que tuvo. Recordó que muy cerca
del allí, por el Mercado Central del Callao, había un local de venta
clandestina de mascotas. Sin avisar a nadie, metió el can extinto en una bolsa
negra y salió corriendo con el bulto por una puerta lateral. El descenso de
pasajeros recién empezaba, de modo que tenía algo de tiempo para que el doctor
Linares reclamar su equipaje. Exacto veinticuatro minutos le tomó a Requena
encontrar un Schnauzer idéntico. Mismo tamaño, misma postura. Era un milagro. Tenía
la nariz algo des pigmentada pero a primera vista era imposible
percatar el detalle. Lo compró,
le colocó el collarín rojo del muerto –cuyo cuerpo arrojó a un pampón-, volvió al
aeropuerto y acomodó al perro impostor en el canil.
Minutos después el doctor Linares llegaba al mostrador.
Requena observaba la escena desde una esquina, sudando. Apenas recibió el
canil, casi sin mirarlo, el doctor reclamó airadamente: ¡Este no es mi perro
carajo! Los empleados confundidos, le aseguraron que sí. Entonces Linares
–rojo, hinchado de cólera –lanzó un grito que Requena jamás podría olvidar:
¡No puede ser, mi perro venía muerto!
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