Escribe Dora Mayer:
17 de octubre de 1922, medianoche:
< Me he arrastrado, literalmente, a la casa de mi
amiga, donde tendré que pasar esta noche infame porque ya es demasiado tarde
par regresar a la mía, me he arrastrado, digo, embargada de asco y vergüenza.
Todo ha sido una lenta escalada de degradación. Pero
¿Quién se ha degradado? ¿Yo? ¿Pedro Zulen? ¿La vida? Todos, todos estamos
destrozados después de esta terrible noche. Me faltan palabras, adjetivos. Todo
lo que ha ocurrido es indescriptible. Trataré de resumirlo:
Pedro Zulen regresa de los Estados Unidos a comienzo
de este mes. No da un paso hacia la esposa que lo aguarda. Olvida, a la que ha
sido, primero, su colaboradora y amiga, después su novia y desde hace dos años su esposa ante Dios y
ante nosotros mismos. No lo comprendo. Me niego a creer en un acto de maldad,
pero tampoco acepto una presión de parte de su familia que pueda doblegar sus más
sanos y nobles instintos, o, lo condene a una crueldad impuesta desde afuera.
Crueldad doble: contra mí y contra sí mismo. Sé que un ser humano puede, por
desidia, enfermedad psíquica o fuerza mayor, renunciar a su propia felicidad; pero hay un límite para la
desconsideración. Un saludo, unas líneas, algo; no puede decirse que esto es demasiado.
Hasta hubiese admitido una cita secreta, un mensaje clandestino, porque-aunque
soy enemiga de la simulación y del engaño- debo asumir un mínimo de tolerancia
hacia quienes temen el que dirán más de lo que se respetan a sí mismos. Pero
no. Pedro Zulen ha vuelto al país, y Dora Mayer no existe.
Soy, pues, una vez más, la que debe tomar la
iniciativa en defensa de mis derechos,
que son también los suyos; es más: defiendo la condición humana: el derecho
al amor. Voy a casa de su familia, a Ilave, en los Barrios Altos (Lima), a esa casa
modesta que a mí, cuando supe que allí moraba Pedro Zulen, se me antojó el más
hermoso de los palacios orientales.
En esa casa, y niéguelo quien lo niegue, soy hija y
hermana, porque soy la esposa de Pedro. Una y otra vez acudo allí a solicitar
una entrevista con mi esposo. Una y otra vez me la niegan. Madre, hermanas, todos
los que viven con Pedro –a quién no logro ver- se turnan par alejarme en un
crescendo de descortesías.
Me siento anonadada, pero en vez de resignarme, crece
mi terquedad. La llamo así adaptándome a lo que sin duda se piensa de mí, pero
sé que es mucho más y menos que eso. Exijo, demando ver a mi esposo. Interjecciones,
inclusive súplicas de parte de la madre
de Zulen. Opto por no registrar ciertas groserías que, seguramente en el calor
de la disensión, alguien pronuncia en los seis días en los que mis pasos me han
llevado otras tantas veces hacia Ilave.
Finalmente, hoy, 17 de octubre, a las diez de la
noche, he hecho transportar mis enseres hasta la puerta 114 de Ilave y se
produce lo que ni siquiera la más desorbitada
fantasía hubiese podido prever: de las sombras surge una pareja de
policías que me toman de los brazos ante la mirada complaciente de la madre de
Zulen y de dos hermanas, testigos enmudecidos y, quiero creerlo, conmovidos
ante lo que ellas mismas han creído promover.
Ante esta situación, pierdo los papeles, como le
ocurriría a cualquier persona en su sano juico sometida a tan depravado e inmerecido
trato.
-¡Quiero ver mi esposo!-he gritado, y, dirigiéndome a
los policías, les increpo:
-¡No hago sino ejercer el derecho de una esposa a quién
se le niega, a quién se le oculta al hombre
que ama y que posee!, digo.
Los policías aflojan un tanto la presión sobre mis
brazos, pero no me sueltan.
-¡Esa mujer es una loca!-dice la madre.
-No es locura amar-respondo.
-Señores, cumplan con su deber- o algo así, pide una
de las hermanas.
-Tendrán que
arrastrarme-respondo. Hago esfuerzos por
liberarme; no lo consigo. Entretanto, han comenzado a aparecer los habituales
vecinos, que no desean perderse el espectáculo
gratuito de la ofensa que se le impone
a una mujer decente-. Si no aparece mi esposo, me negaré a acompañarles.
-El no es su esposo-dice la madre-.. Nunca lo ha sido
ni lo será-
-Mentira-exclamo-. Mentira, y usted lo sabe muy bien,
porque Pedro Zulen es incapaz de mentir, y menos a su propia madre. Por lo tanto, usted tiene
que estar enterada de Pedro y yo estamos unidos para siempre. No me moveré de
aquí hasta que salga mi esposo y termine de aclarar todo esto de una buena vez.
La noche se ha llenado de rostros curiosos: se me
antojan faunos o vampiros, obscenas y voraces fauces que gozan con mi dolor y
humillación. Oigo risitas. Los policías no saben que actitud tomar. Por una parte, existe sin duda una
denuncia y una solicitud de protección presentada por los familiares de mi
esposo: por la otra, saben que se hallan ante una mujer digna que lucha por lo
que es legal, aunque no jurídicamente suyo. No soy una delincuente ni una loca.
Eso es evidente hasta para ellos.
El forcejeo continúa y amenaza prolongarse. Deben
ser las diez y media. Normalmente todo el barrio debería estar dormido. Pero
hoy no. Hoy hay espectáculo, diversión barata. Me siento sola en el mundo.
De pronto, el horizonte se ilumina. En la puerta,
siluetado contra la débil luz que emana del interior de la casa, ha aparecido Pedro
Zulen. No puedo distinguir sus rasgos, no puedo distinguir que gestos hace, si
sonríe o esta serio, si me mira de frente o no, Pero pienso que ahora esta
pesadilla habrá de terminar. Pedro Zulen, el hombre que es mi esposo, de quien
sé positivamente que -como se lo acabo de recordar a su madre- no miente jamás,
me rescatará de este pozo negro en que me han hecho caer sus incomprensivos familiares, a quienes he
entregado aquella parte de mi dinero que no le he dado a él directamente.
-Pedro…-alcanzo a decir, y los policías, como si
adivinaran que todo este desgraciado asunto se va a aclarar en pocos segundos más, relajan aun más
sus garras. Los familiares le hacen sitio. Pero él no sale a la calle, no se acerca
a mí, sino que se mantiene en el marco de la puerta, como una sombra chinesca.
-Esa mujer no es nada mío-dice. Y yo siento que el
mundo se desmorona, que mi fe en los hombres ha sido tan duramente
golpeada, que nada, jamás, podrá revivirla. “Esa mujer no es nada mío”-
Pero ahora , en
esta medianoche pasada, en la que el 17
de octubre ha desaparecido para siempre como tantas otras fechas odiosas, ahora
que trato en vano de dormirme para cortar esta sensación de amargura y
desencanto que me ha destrozado para siempre, sé que mañana en la mañana, en este
18 de octubre que nace y que también habrá de unirse al creciente pasado que acorta
mi vida, volveré a la casa de Ilave 114; sé , igualmente, que tampoco me
abrirán y que durante los años que me queden de vida se alzará ante mí una
puerta cerrada. ¿Moriré sin trasponer ese umbral? ¿Saldrá por esa puerta Zulen
para acompañar mis restos , ya que
siento tan próxima mi muerte, mi segunda muerte, o seré yo quien atisbe en esa o
en otra casa el cuerpo muerto del hombre que amé, que amo , que amaré?>
Nota.- Dora Mayer, nacida en Hamburgo el 12 de marzo
de 1868. Traída al Perú cuando tenía cuatro años. Se enamora arrasadoramente de
Pedro Zulen Aymar, filósofo y bibliotecario peruano que llegaría a despertar la
admiración de Bertrand Russel .Se conocieron en 1909 en la Asociación Pro
Indígena que él ayudó a fundar, cuando ella tenía 41 años y el 21. Los une el amor por la justicia.
Dora finge ser su enamorada, su amante y hasta su esposa. Firmará artículos con
el nombre de Dora Mayer de Zulen. El hombre se conmoverá y más tarde huirá
espantado. Se irá a Harvard pero cada vez que vuelve a Lima, ahí está Dora Mayer
que le espera y le pregunta: ¿Porqué no hacemos la vida de casados?
Pedro Zulen morirá tres años después de este hecho víctima
de tuberculosis. Dora lo sobrevivirá largos años, fallecerá en Lima a los 91 años y
firmando como siempre había querido que
se la recordara: Dora Mayer de Zulen.
El escritor peruano-alemán José Adolph dedicó un libro
a esta tragedia y de ahí procede
esta escena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario