domingo, 30 de marzo de 2014

Amor Loco


Escribe Dora Mayer:
17 de octubre de 1922, medianoche:
< Me he arrastrado, literalmente, a la casa de mi amiga, donde tendré que pasar esta noche infame porque ya es demasiado tarde par regresar a la mía, me he arrastrado, digo, embargada de asco y vergüenza.
Todo ha sido una lenta escalada de degradación. Pero ¿Quién se ha degradado? ¿Yo? ¿Pedro Zulen? ¿La vida? Todos, todos estamos destrozados después de esta terrible noche. Me faltan palabras, adjetivos. Todo lo que ha ocurrido es indescriptible. Trataré de resumirlo:
Pedro Zulen regresa de los Estados Unidos a comienzo de este mes. No da un paso hacia la esposa que lo aguarda. Olvida, a la que ha sido, primero, su colaboradora y amiga, después su novia  y desde hace dos años su esposa ante Dios y ante nosotros mismos. No lo comprendo. Me niego a creer en un acto de maldad, pero tampoco acepto una presión de parte de su familia que pueda doblegar sus más sanos y nobles instintos, o, lo condene a una crueldad impuesta desde afuera. Crueldad doble: contra mí y contra sí mismo. Sé que un ser humano puede, por desidia, enfermedad psíquica o fuerza mayor, renunciar a su propia  felicidad; pero hay un límite para la desconsideración. Un saludo, unas líneas, algo; no puede decirse que esto es demasiado. Hasta hubiese admitido una cita secreta, un mensaje clandestino, porque-aunque soy enemiga de la simulación y del engaño- debo asumir un mínimo de tolerancia hacia quienes temen el que dirán más de lo que se respetan a sí mismos. Pero no. Pedro Zulen ha vuelto al país, y Dora Mayer no existe.
Soy, pues, una vez más, la que debe tomar la iniciativa en defensa de mis derechos,  que son también los suyos; es más: defiendo la condición humana: el derecho al amor. Voy a casa de su familia, a Ilave, en los Barrios Altos (Lima), a esa casa modesta que a mí, cuando supe que allí moraba Pedro Zulen, se me antojó el más hermoso de los palacios orientales.
En esa casa, y niéguelo quien lo niegue, soy hija y hermana, porque soy la esposa de Pedro. Una y otra vez acudo allí a solicitar una entrevista con mi esposo. Una y otra vez me la niegan. Madre, hermanas, todos los que viven con Pedro –a quién no logro ver- se turnan par alejarme en un crescendo de descortesías.
Me siento anonadada, pero en vez de resignarme, crece mi terquedad. La llamo así adaptándome a lo que sin duda se piensa de mí, pero sé que es mucho más y menos que eso. Exijo, demando ver a mi esposo. Interjecciones,  inclusive súplicas de parte de la madre de Zulen. Opto por no registrar ciertas groserías que, seguramente en el calor de la disensión, alguien pronuncia en los seis días en los que mis pasos me han llevado otras tantas veces hacia Ilave.
Finalmente, hoy, 17 de octubre, a las diez de la noche, he hecho transportar mis enseres hasta la puerta 114 de Ilave y se produce lo que ni siquiera la más desorbitada  fantasía hubiese podido prever: de las sombras surge una pareja de policías que me toman de los brazos ante la mirada complaciente de la madre de Zulen y de dos hermanas, testigos enmudecidos y, quiero creerlo, conmovidos ante lo que ellas mismas han creído promover.
Ante esta situación, pierdo los papeles, como le ocurriría a cualquier persona en su sano juico sometida a tan depravado e inmerecido trato.
-¡Quiero ver mi esposo!-he gritado, y, dirigiéndome a los policías, les increpo:
-¡No hago sino ejercer el derecho de una esposa a quién se le niega, a quién se le oculta al hombre  que ama y que posee!, digo.
Los policías aflojan un tanto la presión sobre mis brazos, pero no me sueltan.
-¡Esa mujer es una loca!-dice la madre.
-No es locura amar-respondo.
-Señores, cumplan con su deber- o algo así, pide una de las hermanas.
-Tendrán  que arrastrarme-respondo.  Hago esfuerzos por liberarme; no lo consigo. Entretanto, han comenzado a aparecer los habituales vecinos, que no desean perderse el espectáculo  gratuito de la ofensa que  se le impone a una mujer decente-. Si no aparece mi esposo, me negaré a acompañarles.
-El no es su esposo-dice la madre-.. Nunca lo ha sido ni lo será-
-Mentira-exclamo-. Mentira, y usted lo sabe muy bien, porque Pedro Zulen es incapaz de mentir, y menos  a su propia madre. Por lo tanto, usted tiene que estar enterada de Pedro y yo estamos unidos para siempre. No me moveré de aquí hasta que salga mi esposo y termine de aclarar todo esto de una buena vez.
La noche se ha llenado de rostros curiosos: se me antojan faunos o vampiros, obscenas y voraces fauces que gozan con mi dolor y humillación. Oigo risitas. Los policías no saben que actitud  tomar. Por una parte, existe sin duda una denuncia y una solicitud de protección presentada por los familiares de mi esposo: por la otra, saben que se hallan ante una mujer digna que lucha por lo que es legal, aunque no jurídicamente suyo. No soy una delincuente ni una loca. Eso es evidente hasta para ellos.
El forcejeo continúa y amenaza prolongarse. Deben ser  las diez y media. Normalmente  todo el barrio debería estar dormido. Pero hoy no. Hoy hay espectáculo, diversión barata. Me siento sola en el mundo.
De pronto, el horizonte se ilumina. En la puerta, siluetado contra la débil luz que emana del interior de la casa, ha aparecido Pedro Zulen. No puedo distinguir sus rasgos, no puedo distinguir que gestos hace, si sonríe o esta serio, si me mira de frente o no, Pero pienso que ahora esta pesadilla habrá de terminar. Pedro Zulen, el hombre que es mi esposo, de quien sé positivamente que -como se lo acabo de recordar a su madre- no miente jamás, me rescatará de este pozo negro en que me han hecho caer  sus incomprensivos familiares, a quienes he entregado aquella parte de mi dinero que no le he dado a él directamente.
-Pedro…-alcanzo a decir, y los policías, como si adivinaran que todo este desgraciado asunto se va  a aclarar en pocos segundos más, relajan aun más sus garras. Los familiares le hacen sitio. Pero él no sale a la calle, no se acerca a mí, sino que se mantiene en el marco de la puerta, como una sombra chinesca.
-Esa mujer no es nada mío-dice. Y yo siento que el mundo se desmorona, que mi fe en los hombres ha sido  tan  duramente golpeada, que nada, jamás, podrá revivirla. “Esa mujer no es nada mío”-
 Pero ahora , en esta medianoche pasada,  en la que el 17 de octubre ha desaparecido para siempre como tantas otras fechas  odiosas, ahora  que trato en vano de dormirme para cortar esta sensación de amargura y desencanto que me ha destrozado para siempre, sé que mañana en la mañana, en este 18 de octubre que nace y que también habrá de unirse al creciente pasado que acorta mi vida, volveré a la casa de Ilave 114; sé , igualmente, que tampoco me abrirán y que durante los años que me queden de vida se alzará ante mí una puerta cerrada. ¿Moriré sin trasponer ese umbral? ¿Saldrá por esa puerta Zulen para  acompañar mis restos , ya que siento tan próxima mi muerte, mi segunda muerte, o seré yo quien atisbe en esa o en otra casa el cuerpo muerto del hombre que amé, que amo , que amaré?>

Nota.- Dora Mayer, nacida en Hamburgo el 12 de marzo de 1868. Traída al Perú cuando tenía cuatro años. Se enamora arrasadoramente de Pedro Zulen Aymar, filósofo y bibliotecario peruano que llegaría a despertar la admiración de Bertrand Russel .Se conocieron en 1909 en la Asociación Pro Indígena que él ayudó a fundar, cuando ella tenía 41  años y el 21. Los une el amor por la justicia. Dora finge ser su enamorada, su amante y hasta su esposa. Firmará artículos con el nombre de Dora Mayer de Zulen. El hombre se conmoverá y más tarde huirá espantado. Se irá a Harvard pero cada vez que vuelve a Lima, ahí está Dora Mayer que le espera  y le pregunta: ¿Porqué no  hacemos la vida de casados?
Pedro Zulen morirá tres años después de este hecho víctima de tuberculosis. Dora lo sobrevivirá  largos años, fallecerá en Lima a los 91 años y firmando  como siempre había querido que se la recordara: Dora Mayer de Zulen.

El escritor peruano-alemán José Adolph dedicó un libro a esta tragedia  y de ahí procede esta  escena.  



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