…
Juan
Argumedo, era traído junto a una mula.
Juan,
guía de los ocho periodistas, había dejado a éstos frente al pueblo de
Uchuruccay Para llegar al pueblo había
que hacer un descenso, cruzar el rio y ascender nuevamente.
Era
traído jalando su acémila, resguardado por tres hombres
Había
sido capturado a la altura de Yuraccyacu, y, conforme avanzaba descubría con
asombro la barbarie que se acababa de consumar en menos de media hora a
indefensos periodistas, ocho en total.
De
pronto encontró con el cuerpo ensangrentado de su hermano Octavio Infante, uno de los periodistas, y estalló en
llanto; luego, furioso, comenzó a gritar con indignación:
-¡Que
mierda han hecho! ¡Han matado a periodistas!
Entonces
la sombra de la duda asomó en los rostros de las autoridades comunales de
Uchuruccay. Ellos estaban convencido que eran terrucos. Guardaron silencio por
unos segundos hasta que la voz de Fortunato Gavilán, teniente gobernador, se
oyó:
-¡Son
terrucos como tú!-acusó a Juan Argumedo-
El
guía negó la acusación y pidió la presencia de Teodora Soto, la hija de
juramento de su madre Rosa García, y recordó que en el pueblo tenía hasta un hermano.
Nadie le hizo caso. Desesperado, recurrió a Severino Morales, un comunero, en
busca de apoyo:
-Me
conoces, le dijo, en Tambo nos hemos visto, hemos tocado arpa juntos-le recordó.
Saturnino
Morales trató de mediar pero Fortunato Gavilán y Silvio Chávez se opusieron;
ordenaron al guía sea encerrado en el local comunal y dispusieron que los
cuerpos de los ocho periodistas muertos fueran agrupados a un costado del rio. A
los campesinos que habían llegado tarde y no estuvieron presente al momento del
ataque se les encargó la aciaga tarea de cargar los cadáveres.
A
punto de caer la noche, los cuerpo de los ocho periodistas fueron despojado de
sus prendas hasta quedar en ropa interior.
Durante la noche, Sendero Luminoso
podía atacar en cualquier momento; ordenaron enterrar los cuerpos con la celeridad,
de dos en dos.
Al
cabo de media hora, los cadáveres estaban sepultados en cuatro fosas y las
prendas de las victimas fueron distribuidas entre los pobladores
Cuando
la noche cayó completamente, las autoridades entraron en la casa comunal. Ahí estaba Juan Argumedo, sentado
en un rincón, vigilado por varios comuneros. Todos bebían aguardiente comprado
con el dinero que encontraron en las prendas de los periodistas. Cuando el licor
se acabó, el teniente gobernador ordenó que Severino Mórales vaya por más
botellas a una de las pequeñas tiendas cercanas. Eran como las 7 de la noche cuando
Fortunato Gavilán comenzó a insultar al guía:
-Si
eres amigo de Severino eres un terruco de mierda –recalcó-.
Los
comuneros temían conservar con vida al único testigo foráneo de la barbarie que
habían cometido. Sabían que si lo dejaban libre, iría a delatarlos ante la policía
o los militares. Juan Argumedo había confirmado que los ocho hombres no eran senderistas, sino periodistas, que
nunca debieron ser asesinados. Suponía que su testimonio podía enviar a la cárcel a muchos de los campesinos.
Los líderes de la masacre pensaban que era imprescindible hacer desparecer al
incómodo personaje para poder sostener ante las autoridades la versión de que
habían matado terroristas y de ese modo, lograr la impunidad ofrecida por la patrulla.
-¡Hay
que matarlo!- gritó un comunero
Fue
la voz que volvió a hacer explotar la violencia. El guía recibió un golpe en la
espalda; luego, innumerables puñetes y puntapiés en todo el cuerpo. Cuando intentaba defenderse desde el suelo, una soga aprisionó
su cuello y comenzó ahorcarlo. Por dramáticos
segundos defendió su vida, pero fue
siendo asfixiado, poco apoco dejo de moverse hasta quedar quieto en el suelo. Juan Argumedo había muerto
Severino
Mórales había tardado en retornar con el aguardiente encomendado y despertó
sospechas sobre una nueva fuga. Varios comuneros fueron a buscarlo y lo encontraron
cuando regresaba con algunas botellas
-¡Terruco
de mierda! ¿Querías escarpar otra vez?, seguro –exclamó Fortunato y le lanzó un
puñetazo que se estrelló en su rostro.
El golpe
tomó por sorpresa a Morales. Medio inconsistente, fue conducido hasta la casa
comunal.
Cuando
ingreso, percibió un ambiente sombrío que no entendía, hasta que observo el
cuerpo sin vida de Juan Argumedo
-¿Por
qué lo mataron? increpó pero la respuesta le genero pánico
-tú
también vas a morir, mierda. Por tu culpa ha pasado todo esto. Tu trajiste a
los terrucos –le dijeron-
Fortunato
Gavilán, Vicente Quispe y Silvio Chaves, el enemigo de viejas disputas comunales,
rodearon a Severino Morales
-Mata
la mula de tu amigo, mata su animal, carajo –le exigieron
-No
puedo solo, respondió y recibió dos golpes en el cuerpo que lo derribaron. Con
rapidez, tres pobladores lo sacaron de la casa comunal, Lo ataron a la mula y empezaron arrastrarlo
mientras una muchedumbre lanzaba piedras y golpeaba su cuerpo con palo. Severino
imploraba piedad, pero las autoridades recordaron una deuda pendiente: apena
uno días antes había dejado escapar a una senderista. Los golpes eran incesantes,
hasta que uno impactó en el rostro
desprendiendo de su cavidad uno de los
globos oculares
Los
desgarradores gritos de sufrimiento del campesino linchado conmovieron a varios vecinos. Una comunera pidió que dejaran de torturarlo. Si van a
matarlo, háganlo ya, es nuestra gente, que no sufra - Fue Vicente Quispe quien tomó un
cuchillo, se lo clavó con fuerza y acabó con la vida de Severino Morales. Eran
aproximadamente las 9 de la noche
La
turba no quedó satisfecha y fue en busca de la esposa de Severino, Saturnina Figueroa.
la sacaron a la fuerza junto con sus tres hijos, y prendió fuego a la vivienda.
La mujer fue llevada luego para que contemplara el cadáver de su marido.
-Aquí
está el terruco-le dijeron
Vicente
Quispe se había puesto los zapatos de Severino y empezó a mostrárselo, desafiante.
-¡Mira!
¿Qué me vas hacer? ¿Me vas a matar?, repetía y bailaba.
La sed de sangre parecía no tener límite
aquella noche; otro enardecido comunero pedía la muerte para la viuda. Saturnina Figueroa
tomo valor y encaró a todos
-¿Quieren
matarme? Primero maten a mis hijos y luego a mi. ¿Quien se va a quedar con ellos?¿Quien
los va a cuidar -dijo desesperada.
Varias
mujeres del pueblo asumieron de inmediato
su defensa
¡Ya
déjenla, está sola, que va hacer, exclamaron las autoridades rodearon a Saturnina Figueroa y le aplicaron un sentencia que se prolongaría
por años: el silencio absoluto
(1) Debido a que la patrulla militar que días
antes había llegado a Uchuruccay y había advertido a los lugareños que solo los
amigos llegan por helicóptero, los desconocidos que vienen a pie eran terrucos,
y la consigna que aconsejaban era acabar
con ellos.
Tal
vez si el guía –que los comuneros conocían- llevaba a los periodistas hasta el
mismo pueblo no hubiese pasado la desgracia.
Hildebrandt
en sus trece nº235
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