martes, 31 de marzo de 2015

Uchuruccay : el pueblo donde morían los que llegaban a pie (1)


Juan Argumedo, era traído junto a una mula.
Juan, guía de los ocho periodistas, había dejado a éstos frente al pueblo de Uchuruccay Para llegar al pueblo  había que hacer un descenso, cruzar el rio y ascender nuevamente.
Era traído jalando su acémila, resguardado por tres hombres
Había sido capturado a la altura de Yuraccyacu, y, conforme avanzaba descubría con asombro la barbarie que se acababa de consumar en menos de media hora a indefensos periodistas, ocho en total.
De pronto encontró con el cuerpo ensangrentado de su hermano Octavio  Infante, uno de los periodistas, y estalló en llanto; luego, furioso, comenzó a gritar con indignación:

-¡Que mierda han hecho! ¡Han matado a periodistas!

Entonces la sombra de la duda asomó en los rostros de las autoridades comunales de Uchuruccay. Ellos estaban convencido que eran terrucos. Guardaron silencio por unos segundos hasta que la voz de Fortunato Gavilán, teniente gobernador, se oyó:

-¡Son terrucos como tú!-acusó a Juan Argumedo-

El guía negó la acusación y pidió la presencia de Teodora Soto, la hija de juramento de su madre Rosa García, y recordó que en el pueblo tenía hasta un hermano. Nadie le hizo caso. Desesperado, recurrió a Severino Morales, un comunero, en busca de apoyo:

-Me conoces, le dijo, en Tambo nos hemos visto, hemos tocado arpa juntos-le recordó.

Saturnino Morales trató de mediar pero Fortunato Gavilán y Silvio Chávez se opusieron; ordenaron al guía sea encerrado en el local comunal y dispusieron que los cuerpos de los ocho periodistas muertos fueran agrupados a un costado del rio. A los campesinos que habían llegado tarde y no estuvieron presente al momento del ataque se les encargó la aciaga tarea de cargar los cadáveres.

A punto de caer la noche, los cuerpo de los ocho periodistas fueron despojado de sus prendas hasta quedar  en ropa interior. Durante la noche, Sendero Luminoso podía atacar en cualquier momento; ordenaron enterrar los cuerpos con la celeridad, de dos en dos.
Al cabo de media hora, los cadáveres estaban sepultados en cuatro fosas y las prendas de las victimas fueron distribuidas entre los pobladores
Cuando la noche cayó completamente, las autoridades entraron en la  casa comunal. Ahí estaba Juan Argumedo, sentado en un rincón, vigilado por varios comuneros. Todos bebían aguardiente comprado con el dinero que encontraron en las prendas de los periodistas. Cuando el licor se acabó, el teniente gobernador ordenó que Severino Mórales vaya por más botellas a una de las pequeñas tiendas cercanas. Eran como las 7 de la noche cuando Fortunato Gavilán comenzó a insultar al guía:

-Si eres amigo de Severino eres un terruco de mierda –recalcó-.

Los comuneros temían conservar con vida al único testigo foráneo de la barbarie que habían cometido. Sabían que si lo dejaban libre, iría a delatarlos ante la policía o los militares. Juan Argumedo había confirmado que los ocho hombres  no eran senderistas, sino periodistas, que nunca debieron ser asesinados. Suponía que su testimonio podía  enviar a la cárcel a muchos de los campesinos. Los líderes de la masacre pensaban que era imprescindible hacer desparecer al incómodo personaje para poder sostener ante las autoridades la versión de que habían matado terroristas y de ese modo, lograr la impunidad ofrecida por la patrulla.

-¡Hay que matarlo!- gritó un comunero

Fue la voz que volvió a hacer explotar la violencia. El guía recibió un golpe en la espalda; luego, innumerables puñetes y puntapiés en todo el cuerpo. Cuando  intentaba defenderse desde el suelo, una soga aprisionó su cuello y comenzó  ahorcarlo. Por dramáticos  segundos defendió su vida, pero fue siendo asfixiado, poco apoco dejo de moverse hasta quedar quieto en el suelo.  Juan Argumedo había muerto

Severino Mórales había tardado en retornar con el aguardiente encomendado y despertó sospechas sobre una nueva fuga. Varios comuneros fueron a buscarlo y lo encontraron cuando regresaba con algunas botellas

-¡Terruco de mierda! ¿Querías escarpar otra vez?, seguro –exclamó Fortunato y le lanzó un puñetazo que se estrelló en su rostro.

El golpe tomó por sorpresa a Morales. Medio inconsistente, fue conducido hasta la casa comunal.
Cuando ingreso, percibió un ambiente sombrío que no entendía, hasta que observo el cuerpo  sin vida de Juan Argumedo

-¿Por qué lo mataron? increpó pero la respuesta le genero pánico
-tú también vas a morir, mierda. Por tu culpa ha pasado todo esto. Tu trajiste a los terrucos –le dijeron-

Fortunato Gavilán, Vicente Quispe y Silvio Chaves, el enemigo de viejas disputas comunales, rodearon a Severino Morales

-Mata la mula de tu amigo, mata su animal, carajo –le exigieron
-No puedo solo, respondió y recibió dos golpes en el cuerpo que lo derribaron. Con rapidez, tres pobladores lo sacaron de la casa comunal, Lo ataron a la mula y empezaron   arrastrarlo mientras una muchedumbre lanzaba piedras y golpeaba su cuerpo con palo. Severino imploraba piedad, pero las autoridades recordaron una deuda pendiente: apena uno días antes había dejado escapar a una senderista. Los golpes eran incesantes, hasta que uno impactó  en el rostro desprendiendo  de su cavidad uno de los globos oculares

Los desgarradores gritos de sufrimiento del campesino linchado conmovieron  a varios vecinos. Una comunera  pidió que dejaran de torturarlo. Si van a matarlo, háganlo ya, es nuestra gente, que  no sufra - Fue Vicente Quispe quien tomó un cuchillo, se lo clavó con fuerza y acabó con la vida de Severino Morales. Eran aproximadamente las 9 de la noche
La turba no quedó satisfecha y fue en busca de la esposa de Severino, Saturnina Figueroa. la sacaron a la fuerza junto con sus tres hijos, y prendió fuego a la vivienda. La mujer fue llevada luego para que contemplara el cadáver de su marido.

-Aquí  está el terruco-le dijeron

Vicente Quispe se había puesto los zapatos de Severino  y empezó a mostrárselo, desafiante.

-¡Mira! ¿Qué me vas hacer? ¿Me vas a matar?, repetía y bailaba.

 La sed de sangre parecía no tener límite aquella noche; otro  enardecido comunero  pedía la muerte para la viuda. Saturnina Figueroa tomo valor y encaró a todos

-¿Quieren matarme? Primero maten a mis hijos y luego a mi. ¿Quien se va a quedar con ellos?¿Quien los va a cuidar -dijo desesperada.

Varias mujeres del pueblo asumieron  de inmediato su defensa

¡Ya déjenla, está sola, que va hacer, exclamaron las autoridades  rodearon a Saturnina Figueroa  y le aplicaron un sentencia que se prolongaría por años: el silencio absoluto

 (1) Debido a que la patrulla militar que días antes había llegado a Uchuruccay y había advertido a los lugareños que solo los amigos llegan por helicóptero, los desconocidos que vienen a pie eran terrucos, y  la consigna que aconsejaban era acabar con  ellos.
Tal vez si el guía –que los comuneros conocían- llevaba a los periodistas hasta el mismo pueblo no hubiese pasado la desgracia.

 
Hildebrandt en sus trece nº235

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