El sol se ahogó en sangre en
el horizonte (del mar). El barco se divisó perfectamente recortado en el fondo
ocre. Sobre el puerto cayó la noche. En silencio emprendimos la vuelta a casa,
mientras encendía el faro de la muerte y desfilaba la procesión de las luces.
Así decíamos a un carro lleno
de faroles que salía de la capitanía y era conducido sobre el muelle por un
marinero, quien a cada cincuenta metros se detenía, colocando sobra cada poste
un farol hasta llegar al extremo de muelle extendido y lineal; más, como esta operación
se hacia entrada la noche, solo se veían
avanzando sobre el mar, las luces, sin que el hombre ni el carro ni le
muelle se viese, lo que daba a ese fanal
un aspecto extraño y quimérico en la profunda oscuridad de esas horas.
Parecía aquel carro un buque fantasma
que florara sobre las aguas muerta. A cada cincuenta metros se detenía y una
luz suspendida por invisible mano iba a colgarse en lo alto de un poste,
invisible también. Así, a medida que el carro avanzaba, las luces iban quedando
inmóviles en el espacio como estrellas sangrientas: y el fanal iba disminuyendo
su brillo y dejando sus luces a los lados del muelle, como una familia cuyos
miembros fueran muriendo sucesivamente
de una enfermedad. Por fin, la última luz se quedaba oscilando al viento, muy
lejos, sobre el mar que rugía en las profundas
tinieblas de la noche.
Del libro Los ojos de judas y
otros cuentos de Abraham Valdelomar (1888-1919)
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