La
panadería se llama El cuervo negro y,
de afuera, parece el escenario de un cuento de brujas. Las paredes rojas sostienen
un tejado negro maltrecho. Arbustos rebeldes crecen al lado de la puerta, y dan
sombra a una calabaza amarilla y sin ojo...
La
puerta de madera vieja está abierta. Hay telarañas en las esquinas y
herramienta viejas en el suelo. Una pala con rastro de tierra. Una escalera.
Los tablones crujen mientras subes. El aroma de pan recién horneado se hace más
fuerte a cada paso. Una habitación. Las paredes negras. Una ventana rota. Un
horno en la pared todavía caliente, pero cerrado. Una batidora inmensa y
viejísima hace pensar en carretas jaladas por caballo y máquinas a carbón. El lugar
está vacío y parece abandonado. Pero hay un mostrador y, sobre el, dos cestas
repletas de galletas: unas de avena, la otra de maíz. Sendos cartelitos de cartón
indica que cada una cuesta $2.75 pero nadie está ahí para cobrar o para dar
cambio.
Un exhibidor
de tres filas cubre la pared, y rebosa
de barras de pan fresco, que alguien debió ordenar por tamaños y sabores. Un
cartel que indica que cada uno está a $4.75...al lado hay una caja verde de
madera verde agua, una ranura abierta a cuchillazo y otro cartel en letra negra
Deje el dinero acá Y eso es todo el
negocio. Se supone que los panaderos pasan la mañana horneando. Una vez listo
los panes y las galletas los ordenan en las cestas y el exhibidor. Abren la puerta
al público y entonces se marchan hasta el otro día Nadie atiende nadie vigila
No hay alarma ni cámaras de seguridad. La única tecnología es la honestidad.
Hay personas en el pueblo que jamás han visto a los panaderos. Los panaderos
tampoco saben de sus vecinos.
Marco
Avilés
No hay comentarios:
Publicar un comentario