Soy trabajador independiente menor de 41 años y no acepto que una AFP —a la que me afilié condicionado laboralmente— retenga un porcentaje de mi dinero, por muy reducido que este sea.
La maniobra, que cuenta con el aval del Estado, es nefasta desde que intenta apoyarse en el cuento chino del fomento de la cultura de ahorro. ¿Cómo saben las AFP quiénes tienen metodología de ahorro y quiénes no? ¿En qué momento hicieron ese estudio de campo que no me di cuenta? ¿Por qué debería importarles a esos señores que mis soles estén al interior de un colchón, dentro de una caja fuerte o en una cuenta bancaria? ¿Por qué no puedo usarlos, invertirlos o, por último, despilfarrarlos con mi propio sentido de la discrecionalidad? Me repele ese abuso paternalista disfrazado de prevención. Me indigna que desde hace veinte años el binomio Estado—SPP crea que tiene más criterio que los ciudadanos para administrar una plata que nos cuesta ganar. Y me deprime que se utilice un argumento tan hueco como señuelo solo para evitar decirle al afiliado la verdad: que su dinero no se quedará quieto hasta que él tenga 65 años sino que muy posiblemente vaya a ser licuado.
El prestigioso economista Richard Webb lo acaba de decir claramente en una columna que debería estar pegada en todos los postes, paneles y paraderos del país: “El sistema AFP ha fracasado en su objetivo de asegurar la vejez del trabajador”.
Obligatorio como se plantea, el descuento propiciará un festín de informalidad. Voluntario, en cambio, sería la alcancía ideal para quienes quieran depositar el futuro de su pensión en manos ajenas. ¿Que nadie se afiliaría voluntariamente dicen? Seguramente, pero esa resistencia ciudadana es culpa exclusiva de las entidades financieras del país, que jamás han conseguido desarrollar una estrategia de información y confianza lo suficientemente potente ni creativa ni verdadera ni desprendida para al menos hacernos creer que les importamos un poquito. No como clientes sino como personas.
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