Aquella manta que solía cubrir mi espalda en la madrugada fría cuando me
ponía a escribir me abrigaba magnífico
los hombros, el cuello y el centro
neurológico de la espalda donde, pienso, se inicia el frío. De tal manera que
cuando mi mujer tocaba y abría la puerta de mi cuarto por la mañana me encontraba con aquella ruana
sobre la espalda.
Por ese tiempo en que nos faltaba el dinero odiaba ella mi parsimonia por conseguirlo, odiaba también mi máquina de escribir y esa colcha-ruana que había sido de uno de nuestros hijos.
Por ese tiempo en que nos faltaba el dinero odiaba ella mi parsimonia por conseguirlo, odiaba también mi máquina de escribir y esa colcha-ruana que había sido de uno de nuestros hijos.
Tanto fue su odio por mis cosas que utilizó esa ruana para trapear
la cocina y, sucia y percudida, la encimó sobre mis enseres en medio del
jardín esperando que me las llevara a otro sitio.
Cuando llegó ese día de recoger mis enseres, en efecto, recogí mis libros, cuadernos,
ropa y aquel sucio cobertor, contraté un taxi y los llevé a la casa de mi madre.
En vez de botarlo, esa mantilla, lo he lavado varias veces con lejía
tratando recuperar su brío anterior. Me gusta esa prenda, lana suave que abriga
bien en cada invierno cíclico que vuelve a empezar como ahora.Ella no esta aquí para que me vea pero si estuviera y me viera con esa misma manta sobre mi espalda le diría con la mirada que a mi árbol-mi ser-ni forma de ser- nadie lo bota, en todo caso me iría con ella. Ella me abriga, tú no.
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