Camino por la vereda que me lleva a mi tienda. Se me acerca, por atrás, (
me doy cuenta porque en La parada hay que caminar con un ojo atrás) un conocido,
el flaco comanche, tan flaco
como si fuera la mitad que conocí . Apodo en honor- o deshonor- a
su padre que acuñó Alfredo, nuestro primer empleado.
El papá, estibador, venía de su natal Huancavelica
a trabajar en la cuadra, adosado con una vincha a su cabello lacio y
largo, cierta vez, dormido sobre una silleta, Alfredo le pegó una pluma a la vincha:
¡Pareces un comanche! le dijo cuando se despertó quedándose con el mote el
viejo, y, sucesivamente, sus cuatro hijos que trabajaban también el mismo
oficio.
-¡Qué
tal! me dice, ahora, el hijo mayor de comanche y después de unos
preámbulos me pregunta por Solina.
- No
sé nada de ella, le miento, reconociendo que él fue testigo del romance que
tuve con ella hace varios años y qué, ahora, se de ella por terceras personas: una honorable señora casada con hijos
con hartas propiedades y un buen negocio.
-Yo
la veo, insiste, ¿no quieres que le diga algo?
-¡Nooo,
ya pasó!, le digo, gracias de todos modos
Caminamos
un par de cuadras y nos despedimos, y va cada uno por su rumbo
-¡Cuídate!
le digo apuntando su salud
resquebrajada
Y se
despide con una sonrisa cadavérica.
*
Cuando
despierto caigo en cuenta que el hijo de comanche ha muerto hace muchos
años de tuberculosis; y yo ya no tengo tienda.
Últimamente
estoy soñando con personas muertas…incluso, con Solina, muerta para mi.
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