Durante un cuarto de siglo, ella administró un kiosco de cremoladas
bajo el puente Villena, uno de los más altos de Lima, también conocido como El puente
de los suicidas. El kiosco era de madera blanca, no tenia silla, pero su
ubicación era estratégica. Caminantes fatigados encontraban reposo en ese local
reparador mientras volvían de la playa agobiado por el infernal sol de verano.
Las cremoladas son buena contra la sed,
endulza la vida, al estar hecha de frutas, aportan vitaminas. Los clientes las disfrutaban tumbados en la isla de pasto que rodeaba
el kiosco, y de paso se concedían una nueva oportunidad para otear el horizonte
sobre el océano. Las cremoladas abría un paréntesis de felicidad en medio de la rutina pero había
algo inquietante en la mujer que las vendía.
Era una especie de intranquilidad permanente, como si temiera que en
cualquier momento mientras servía los dulces o cuando entregara el vuelto del
importe una tragedia pudiera ocurrir, o
caer de las alturas. La mujer había presenciado muchas
desgracias. La muerte le era un demonio conocido.
…
¿Qué vio usted? ¡Qué escuchó? Lo conocía?. Las preguntas siempre eran
las mismas. Esposos abandonados, pacientes desahuciados, ancianos desempleados,
esquizofrénicos y decena de almas descalabradas trepaba los barandales del
puente Villena, como quién tantea la orilla final de la vida, miraba por última
vez el mar y se lanzaban ochenta metros hacia la nada, como clavadistas con
mala puntería.
La mujer observaba el espectáculo desde su puesto de cremoladas. Siempre
tenía a la mano el detalle preciso:
“cayó gritando: lo hago por ti María”; La hipótesis oportuna (por la forma de
vestir creo que era un desempleado)
Cuatro personas se lanzaron del puente cada año, entre la década del
año ochenta y dos mil. El dato se encuentra en el estudio “Suicidio e intento de suicidio
en el Puente Villena”, de la universidad Cayetano Heredia. Durante los veinte cinco
años que la vendedora de cremoladas trabajó bajo ese puente, unas cien personas
se mataron. ..
Conversé con la vendedora una tarde de verano a inicios de la década
del dos mil. Era un domingo. Yo paseaba con mi enamorada. No tomé nota pero
recuerdo sus palabras. La presencia en los primeros suicidios, la mujer no creía
que estar allí pudiera causarle mayor daño. Cuando uno es joven-me dijo- cuerpo
y mente aguantan todo. Ya de vieja –añadió- los recuerdos vuelven si avisar. A veces
cuando es de noche.
La vendedora debía tener unos cincuenta años. Era una mujer de piel marrón,
robusta y guapa. El cabello negro espeso le caía sobre los hombros. Llevaba un mandil
blanco salpicado de gotitas rojas (cómo olvidarlo) del dulce de la fresa. Nadie
se suicidó durante nuestra charla. Sobre el pavimento sólo refulgía un grafiti
en línea blanca como un seña que
regulaba el tránsito al más allá. Un hombre con los brazos abiertos advertía:
Prohibido morir.
Con el correr de los años y de los suicidios, la mujer empezó a tener una pesadilla persistente. Todas las noches le
ocurría lo mismo. Ella conciliaba el sueño durante algunas horas. Luego, en
medio de la tranquilidad del reposo, un ruido infernal estallaba dentro de su
cabeza y la arrancaba del letargo. Se levantaba aterrada y corría a la cocina a
beber agua. Era el sonido indescriptible de que un cuerpo se cae y qué, después de alcanzar
la misma velocidad de los automóviles en la autopista, se estrella contra el
pavimento. Los huesos se quiebran dentro de la piel, los pulmones, el hígado y
los riñones estallan como una masa de
agua. La mujer tomó aire y espiró con fuerza para reproducir ese sonido.
-Crrr-plasssshhh
[Corolario]
…ahora el alcalde había mandado construir un cobertor de fierro, una plancha
de policarbonato que desde entonces
envuelve el puente como un preservativo
gigantesco.
Ya casi nadie acude a suicidarse a ese puente. Al pie, tampoco ha
vuelto a abrirse un puesto de cremolada, ella se había marchado para siempre.
Marco Avilés
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