martes, 5 de enero de 2016

Suicidios con vista al mar


Durante un cuarto de siglo, ella administró un kiosco de cremoladas bajo el puente Villena, uno de los más altos de Lima, también conocido como El puente de los suicidas. El kiosco era de madera blanca, no tenia silla, pero su ubicación era estratégica. Caminantes fatigados encontraban reposo en ese local reparador mientras volvían de la playa agobiado por el infernal sol de verano. Las cremoladas  son buena contra la sed, endulza la vida, al estar hecha de frutas, aportan vitaminas. Los clientes las  disfrutaban tumbados en la isla de pasto que rodeaba el kiosco, y de paso se concedían una nueva oportunidad para otear el horizonte sobre el océano. Las cremoladas abría un paréntesis  de felicidad en medio de la rutina pero había algo inquietante en la mujer que las vendía.
Era una especie de intranquilidad permanente, como si temiera que en cualquier momento mientras servía los dulces o cuando entregara el vuelto del importe  una tragedia pudiera ocurrir, o caer de   las alturas. La mujer había presenciado muchas desgracias. La muerte le era un demonio conocido.
¿Qué vio usted? ¡Qué escuchó? Lo conocía?. Las preguntas siempre eran las mismas. Esposos abandonados, pacientes desahuciados, ancianos desempleados, esquizofrénicos y decena de almas descalabradas trepaba los barandales del puente Villena, como quién tantea la orilla final de la vida, miraba por última vez el mar y se lanzaban ochenta metros hacia la nada, como clavadistas con mala puntería.

La mujer observaba el espectáculo desde su puesto de cremoladas. Siempre tenía a la mano el detalle  preciso: “cayó gritando: lo hago por ti María”; La hipótesis oportuna (por la forma de vestir creo que era un desempleado)
Cuatro personas se lanzaron del puente cada año, entre la década del año ochenta y dos mil. El dato se encuentra  en el estudio “Suicidio e intento de suicidio en el Puente Villena”, de la universidad Cayetano Heredia. Durante los veinte cinco años que la vendedora de cremoladas trabajó bajo ese puente, unas cien personas se mataron. ..

Conversé con la vendedora una tarde de verano a inicios de la década del dos mil. Era un domingo. Yo paseaba con mi enamorada. No tomé nota pero recuerdo sus palabras. La presencia en los primeros suicidios, la mujer no creía que estar allí pudiera causarle mayor daño. Cuando uno es joven-me dijo- cuerpo y mente aguantan todo. Ya de vieja –añadió- los recuerdos vuelven si avisar. A veces cuando es de noche.
La vendedora debía tener unos cincuenta años. Era una mujer de piel marrón, robusta y guapa. El cabello negro espeso le caía sobre los hombros. Llevaba un mandil blanco salpicado de gotitas rojas (cómo olvidarlo) del dulce de la fresa. Nadie se suicidó durante nuestra charla. Sobre el pavimento sólo refulgía un grafiti en línea blanca  como un seña que regulaba el tránsito al más allá. Un hombre con los brazos abiertos advertía: Prohibido morir.
Con el correr de los años y de los suicidios, la mujer empezó a tener  una pesadilla persistente. Todas las noches le ocurría lo mismo. Ella conciliaba el sueño durante algunas horas. Luego, en medio de la tranquilidad del reposo, un ruido infernal estallaba dentro de su cabeza y la arrancaba del letargo. Se levantaba aterrada y corría a la cocina a beber agua. Era el sonido indescriptible de  que un cuerpo se cae y qué, después de alcanzar la misma velocidad de los automóviles en la autopista, se estrella contra el pavimento. Los huesos se quiebran dentro de la piel, los pulmones, el hígado y los riñones estallan como una  masa de agua. La mujer tomó aire y espiró con fuerza para reproducir ese sonido.

-Crrr-plasssshhh

[Corolario]
…ahora el alcalde había mandado construir un cobertor de fierro, una plancha de policarbonato que  desde entonces envuelve el puente  como un preservativo gigantesco.
Ya casi nadie acude a suicidarse a ese puente. Al pie, tampoco ha vuelto a abrirse un puesto de cremolada, ella se había marchado para siempre.


Marco Avilés

No hay comentarios:

Publicar un comentario