Salían a menudo juntos de paseo, y así iban, en silencio, bajo el
cielo, pensando ella en su difunto y él
pensando en lo que primero pasaba a sus ojos. Y ella le decía siempre las
mismas cosas, cosas cotidianas, muy antiguas y siempre nuevas. Mucha de ella
empezaban así: “Cuando te cases…”
Siempre que cruzaba con ellos alguna muchacha hermosa, o siquiera
linda, su madre miraba a Augusto con el rabillo de los ojos.
Y vino la muerte, aquella muerte lenta, grave y dulce, indolorosa, que
entró de puntillas y sin ruido, como un ave peregrina y se la llevó a vuelo
lento, en una tarde de otoño. Murió con su mano en la mano de su hijo, con sus
ojos en los ojos de él.
Sintió Augusto que la mano se enfriaba, sintió que los ojos se
inmovilizaban. Soltó la mano después de haber dejado en su frialdad un beso
cálido y cerró los ojos. Se arrodilló junto al lecho y pasó sobre él la
historia de aquellos años iguales.
(del libro Niebla de Miguel de Unamuno)
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