[En
agosto del 65 escribe Cortázar a Mario Vargas Llosa aplaudiendo sobre su libro
La casa verde]
Querido Mario:
A esta máquina le faltan todos los acentos; los iré poniendo
a mano cuando relea esta carta, pero perdonarás que se me salten algunos. Por paquete
certificado te devuelvo la novela, y espero que recibas las dos cosas sin
demora. He dejado pasar una semana después de la lectura de tu libro, porque no
quería escribirte bajo el arrebato de entusiasmo que me provocó La Casa Verde.
Y sin embargo, ahora que voy a decirte algunas cosas sin pensarlas demasiado,
dejando que la máquina vuele casi a su gusto, siento que el entusiasmo no
solamente no ha disminuido sino que se ha afirmado, se ha vuelto ya eso que
todo novelista quiere para su obra: recuerdo, memoria segura y firme. Quisiera
decirte, ante todo, que una de las horas más gratas que me reserva el futuro
será la relectura de tu libro cuando esté impreso, cuando no haya que luchar
con esa “a” partida en dos que tiene tu condenada máquina (tírala a la calle
desde el piso 14, hará un ruido extraordinario, y Patricia se divertirá mucho,
y a la mañana siguiente encontrarás todos los pedacitos en la calle y será
estupendo, sin contar la estupefacción de los vecinos, puesto que en Francia
las-máquinas-de-escribir-no-se-tiran-por-la-ventana).
Sí, leer tu libro impreso va a ser una gran maravilla, porque
volveré a vivir el largo viaje de Fushía y Aquilino, que me parece la viga
maestra del edificio, o mejor, el hilo conductor de todo el tapiz, como en los diagramas
geográficos la línea del nivel del mar parece regir todas las curvas
ascendentes y descendentes, las montañas y las fosas submarinas. Y volveré a
encontrarme con Bonifacia y con Lituma, con Nieves y con Lalita, para mí los
personajes más vivos y logrados de la novela después de Fushía, o junto con él.
Fíjate que así, soltándote unas primeras impresiones casi pasionales, te estoy
dando ya una opinión sobre el libro; pero me parece necesario decirte, antes de
seguir, alguna cosa sobre la totalidad del libro. Bueno, Mario Vargas Llosa.
Ahora te voy a decir toda la verdad: empecé a leer tu novela muerto de miedo.
Porque tanto había admirado La ciudad y los perros (que secretamente sigue
siendo para mí Los impostores), que tenía un casi inconfesado temor de que tu
segunda novela me pareciera inferior, y que llegara la hora de tener que
decírtelo (pues te lo hubiera dicho, creo que nos conocemos). A las diez
páginas encendí un cigarrillo, me recosté a gusto en el sillón, y todo el miedo
se me fue de golpe, y lo reemplazó de nuevo esa misma sensación de maravilla
que me había causado mi primer encuentro con Alberto, con el Jaguar, con
Gamboa. A la altura de los primeros diálogos de Bonifacia con las monjitas ya
estaba yo totalmente dominado por tu enorme capacidad narrativa, por eso que
tenés y que te hace diferente y mejor que todos los otros novelistas
latinoamericanos vivientes; por esa fuerza y ese lujo novelesco y ese dominio
de la materia que inmediatamente pone a cualquier lector sensible en un estado
muy próximo a la hipnosis (y eso no significa pérdida de lucidez, sino paso a
otra forma de lucidez, que es el milagro de toda gran novela, de un Lowry o un
Joyce Cary o un Dostoievski, y no te pongas colorado, peruanito, que yo no
elogio así nomás a nadie, aunque sea un amigo muy querido).
A todo esto Aurora se había apoderado del primer cuadernillo,
y me seguía de cerca, de modo que terminamos casi al mismo tiempo el libro y
pudimos hablar mucho y criticar todo lo que encontrábamos criticable, y
controlarnos mutuamente para evitar las ingenuidades o los entusiasmos
excesivos o momentáneos. Para mí fue una gran alegría que mi mujer sintiera
exactamente lo mismo que yo, porque es una crítica severa y tiene sobre mí la
ventaja de que es más desapasionada y toma sus distancias y juzga
objetivamente. Cuando sentí que ella reaccionaba igual que yo, las pocas dudas
que pudieran haberme quedado sobre mi primera impresión se disiparon
totalmente. Hoy, a muchos días ya de la lectura, seguimos hablando con el mismo
tono del primer día. Has escrito una gran novela, un libro extraordinariamente
difícil y arriesgado, y has salido adelante por todo lo alto, como diría alguno
de nuestros compañeros españoles. Me río perversamente al pensar en nuestras
discusiones sobre Alejo Carpentier, a quien defiendes con tanto
encarnizamiento. Pero hombre, cuando salga tu libro, El Siglo de las Luces
quedará automáticamente situado en eso que yo te dije para tu escándalo, en el
rincón de los trastos anacrónicos, de los brillantes ejercicios de estilo. Vos
sos América, la tuya es la verdadera luz americana, su verdadero drama, y
también su esperanza en la medida en que es capaz de haberte hecho lo que sos.
Quizá te moleste este tono un poco exaltado. De acuerdo,
bajaré el registro y te hablaré profesionalmente, sin olvidar las críticas que
se me ocurren y sobre las que volveremos a hablar cuando nos veamos. Pero como
también me ocurre que la novela me interesa profesionalmente, hay algo que
tengo que decirte de entrada y sin el menor regateo: en el plano técnico, La
casa verde es maravillosa. Yo no sé si alguien ha empleado ya el recurso que
utilizas de los flashbacks incorporados a la acción en presente; no recuerdo
ningún ejemplo, y pienso que lo has inventado. Cuando lo advertí por primera
vez (Fushía y Aquilino hablan en la barca, Aquilino quiere saber cómo se evadió
Fushía de la cárcel, y ahí nomás sigue un diálogo entre Fushía y sus compañeros
de evasión, para volver después a renglón seguido al diálogo en presente, y
otra vez atrás) sentí una impresión casi vertiginosa. Comprendí que conseguías
un teléscopage del tiempo y el espacio, que le ahorrabas al lector un montón de
ideas y situaciones intermedias, que tocabas lo esencial de lo narrativo, esa
elección de lo realmente significativo y necesario, que a su manera todo gran
novelista logra. A ese primer acierto técnico, que me sigue pareciendo cada vez
más extraordinario, se suman muchos otros análogos; la irritante, a veces
exasperante ambigüedad de los planos del tiempo, que exige del lector una
atención vigilante, los episodios que coexisten en un solo momento del relato
por el hecho de que hay una relación analógica entre ellos y es natural que los
acerques (es natural, pero había que hacerlo, y es difícil, como en el relato
paralelo de la muerte de Toñita y del aborto de Bonifacia). Es curioso, pero
cuando iba llegando al final del libro, antes del epílogo, tuve una sensación
que pocas veces he tenido al leer novelas; la de que había como una
complejísima estructura musical, en el sentido en que un poema sinfónico supone
temas entretejidos de una manera que el oído, que los percibe consecutivamente,
puede sin embargo lograr gracias a la distribución, a los timbres, a los
desarrollos y los leit-motivs, algo como una estructura simultánea, un enorme
pedazo de música petrificada en la que todo lo que fluía se organiza en un
inmenso tapiz suspendido delante de los ojos –del oído, si quieres– como una
vivencia total y simultánea. No sé explicarme mejor, pero pienso que mientras
hilvanabas los temas, los subtemas, las infinitas recurrencias y resonancias de
la novela, entraste sabiéndolo o no en una dimensión musical. No lo entiendas a
la manera de una influencia, por supuesto (creo que no eres demasiado
melómano), sino de una analogía “estructural”. Yo, que soy melómano incurable,
no encuentro otra manera de decirte hasta qué punto la trama de tu libro me
parece una especie de potenciación, de proyección hacia ese plano de la
arquitectura sonora, sin la cual ninguna obra humana (plástica, literaria o
poética) puede superar sus limitaciones. En todo caso, desde el punto de vista
de la armazón narrativa, tu libro es uno de los más complejos y más incitantes
que he leído en muchos años.
Te prometí las críticas, y paso a ellas para no seguir elogiando
de una manera que pueda parecerte indiscriminada. La primera observación viene
de Aurora, y yo la comparto. No nos gusta el título del libro. Es pintoresco, y
muy por debajo de todo lo que ocurre. Ya sé que un título es cosa difícil, pero
trata de imaginar otro. Me gustaría sugerirte alguno, pero no se me ocurre
nada. Y ahora, pasando a los personajes, quizá te sorprenda que, para mí,
Anselmo no está logrado. Digo que quizá te sorprenda porque en algún sentido
debe ser para vos el eje mismo del libro, sin contar que el epílogo está
centrado en torno a él. Pues bien, no he logrado “vivir” a Anselmo. Así como
Lituma chorrea vida, y Bonifacia, y Fushía, y los inconquistables en pleno, y
Lalita, me ocurre que a Anselmo lo veo... literariamente. No entiendo demasiado
su llegada, la fundación del prostíbulo, su decadencia, me fastidia un poco
cuando está viejo y trabaja para su hija, no llega a emocionarme su amor por la
ciega ni su muerte. Me pregunto por qué, y quizá cuando vuelva a leer el libro
lo descubra.
En líneas generales siento como si la segunda parte de la
novela estuviera algo por debajo de la primera, pero es que hay una tal
variedad y una tal fuerza en todo lo que ocurre al principio y hasta la mitad,
que uno queda un poco como un perro apaleado y puede ser que entonces influya
alguna fatiga hasta física. No te preocupes por esta observación, que puede ser
demasiado subjetiva. Pienso también (hice una nota para indicarte el lugar
exacto, pero la he perdido) que algunas referencias “explicativas” están
completamente de más, a menos que sean irónicas y se me haya escapado la
intención. Me refiero a una parte donde das algunos datos geográficos sobre el
Marañón (u otro río, pero creo que es el Marañón), y lo haces en uno o dos
párrafos que parecen intercalados didácticamente, y que me molestan por eso.
Precisamente lo estupendo del libro (ayer se lo decía a Deustua) es que la
descripción de la naturaleza, que es fundamental en la novela, está de tal
manera fusionada con la acción, que jamás se da uno cuenta de que tú le estás
mostrando al lector cómo es un claro del bosque, una curva del río, una calle
de la ciudad. Hay una sola atmósfera en que todo ocurre simultáneamente,
escenarios y acciones, y eso es de lo más difícil y te lo digo por amarga experiencia
personal. El clima general del libro (sequedad y arena y viento, o calor húmedo
y alimañas y pantanos) surge con una fuerza tremenda, y alguna vez que me he
detenido a analizar un par de páginas para ver cuál era la acumulación de
detalles que provocaba esa fuerza, he visto lo que te digo más arriba, es
decir, que te basta contar a tu manera para que todo se dé en una misma
instancia narrativa, sin esa separación escolar entre “descripción” y “acción”
que es propia del novelista común.
Hablando de descripción, se me ocurre que así como en la
edición de La Ciudad y los Perros Seix Barral incluyó la foto del Leoncito
Prado, estaría muy bien que en La Casa Verde hubiera un mapa. Los no peruanos
tendríamos un gran placer en ubicar mejor el escenario general del libro, y
creo –es una idea de Aurora, que como ves colabora bastante en esta carta– que
si la cubierta del libro fuera un gran mapa de toda la Amazonía (abarcando el
lomo y la contratapa), en esa forma se eliminaría lo que tiene de pedante o
“científico” un mapa en el interior del libro, y a la vez el lector se daría el
gusto de situar a Iquitos o de imaginar la barca de Aquilino en algún tramo del
río. A esto te agrego que un pequeño glosario no sería inútil; las diversas
tribus indígenas, y unas cincuenta palabras-clave del libro, merecerían una
explicación. Uno las va comprendiendo por el contexto, pero comprenderás que
los no peruanos estamos a veces un poco perdidos. Silabario puta, soldado
carajo, che. Chuncha de la madre, calato, gamitana o zúngaro, silabario jodido,
che Mario.
Última cosa: Creo que nunca le das su verdadero nombre al
Pesado, pero al final, cuando se ha casado con Lalita, le das su apellido y el
lector se queda desconcertado hasta que lo reconoce. O le suprimís el apellido
(creo que sería lo mejor, porque uno ya es amigo del Pesado, y no tiene otro
nombre que ése) o se lo das un par de veces al comienzo para que no sorprenda
al final.
Bueno, yo creo que por esta vez ya está bien. Espero no
haberte aburrido demasiado, pero cuando nos encontremos (alguien susurra que
venís a Ginebra en estos días, y sería estupendo, porque nosotros estaremos
hasta el 27 y podríamos quizá encontrarnos todavía) volveremos a hablar mucho
de tu libro. Te agradezco que me lo hayas confiado así, en manuscrito; me
permití prestárselo a Raúl, que lo había leído sólo en parte y quería
terminarlo. Otros me lo pidieron (Girbau, por ejemplo), pero me negué, porque
no me sentía autorizado a hacerlo.
Perdóname la improvisación de esta carta, dale un beso a
Patricia de parte de Aurora y de mí, y un gran abrazo de este hermano tuyo que
se siente tan feliz de haberte escrito esta carta,
Julio Cortázar
Ginebra, 18 de agosto de 1965
P. S.: Oleriny me manda una postal, y dice que no le has
mandado el libro. Me pide que “pierda dos palabras en su favor”. En checo,
supongo que quiere decir que te recuerde que le gustaría recibir la novela. No
tengo aquí la dirección de Chermak en Praga. ¿Podrías hacerle llegar las líneas
que te envío adjuntas? Muchísimas gracias.
Publicado en la revista Letras Libres, octubre de 2007.
Foto: Editorial Planeta.