miércoles, 6 de julio de 2016

La Educación Pública en el país



Nancy tenía 23 años cuando llegó a ese colegio en San Juan de Lurigancho, el distrito más poblado y más pobre de Lima. Enseñaba Biología. Sus alumnos eran hijos de obreros, vendedores callejeros y padres sin educación. Comían poco en casa. Se quedaban dormidos en clase. Abandonaban la escuela para trabajar. O se hacían ladrones. Con el tiempo terminaban presos. ¿Había manera de enamorarlo de los estudios? La profesora Nancy se hacía esa pregunta después de clases.

Una mañana, el director tocó la puerta de su salón e interrumpió su curso. Ven, la llamo con el dedo índice. Aun no era medio día pero el jefe quería beber. Sacó a algunos profesores más de sus aulas y les propuso ir a una cantina. ¿Y los alumnos?, preguntó Nancy. Díganles que está conmigo, ordenó el director.

Por entonces Nancy era optimista. Soy hija de la educación pública, les decía a sus alumnos. Soy tan pobre como ustedes. De hecho, vivía en el mismo distrito y terminó la universidad gracias al beneficio de alimentación y alojamiento gratuitos para estudiantes desfavorecidos. Dominaba el inglés. Tenía una diplomado en cocina. También era muy guapa. En la cantina, el director la sacó a bailar. ¿Quieres estar conmigo?, le susurró. Dame solo una noche. Una nomás. Nancy le lanzó una bofetada. Perdió su primer empleo.
El colegio Víctor Raúl Haya de la Torre tenía tan mala fama que los vecinos lo conocían como La basurita. E l director era pequeñito como un estudiante  pero controlaba con rigor a más de cincuenta profesores. Solo dos estaba en planilla. El resto sufría el régimen de contratos temporales y la consiguiente extorsión. Era el segundo empleo de Nancy.

El director le tomó cariño y le ofreció un trabajo extra. ¿Quieres  vender libros de inglés a los alumnos? Ella era madre soltera de un niño. El dinero siempre era una buena noticia. Si el negocio marchaba bien –le planteó el director-, su contrato saldría  en tres meses. Nancy aceptó. Pidió tres mil libros en consignación. Los guardó en un depósito del colegio y los vendió entre sus alumnos.
Con esa complicidad, el director dio el siguiente paso. El la invitaba a una cita. Mira lo que hago por ti, le decía el director. Y tú no haces nada por mí. Las evasivas permanentes volvieron tensa la relación. Ahora el director le enviaba memorándums reprendiéndola por cualquier motivo. Luego le escribía notas pidiéndole perdón y las acompañaba can barras de chocolate. Más tarde  volvía a invitarla a salir. Nancy le decía que no. Y entonces llegaba un nuevo memorándum, luego una carta de disculpas y otro chocolate. Nancy tuvo el cuidado de no comerse las evidencias.

Así llegó el final del año. Ella debía devolver  a la editorial los libros no vendidos, eran 1.600 ejemplares. Intentó sacarlos del depósito. El director le cerró el paso. ¿Usted no sabe que el ministerio prohíbe  a los maestros vender libros en el colegio?, le dijo. La voy a denunciar. Nancy lo miró a los ojos. Hablemos claro, respondió ¿Cuánto dinero quiere? Estaban solos. El hombre avanzó. Solo quiero una noche, le dijo. Nancy lo tomó de la corbata, jaló con fuerzas y lanzó un puñetazo seco. Luego otro. El director pidió auxilio. Un colega lo contuvo.

Nancy denunció al director ante la Oficina de Control Interno del Ministerio de Educación. Los funcionarios inspeccionaron el colegio y hallaron los libros. Ella mostró los chocolates y las cartas de perdón que él le había enviado durante todo el año, lo suspendieron del colegio durante tres meses sin derecho a sueldo. Una pena leve para un hombre que extorsiona a una subordinada. El doctor murmuró su venganza. Este es  el último año que trabajas en San Juan de Lurigancho, le dijo a Nancy. Se acabó tu carrera.  Ya vas a ver con quien te has emitido.

Ella cree que todos los directores del distrito eran amigos de ese hombre porque después de meses, nadie la contrató. Así terminó su breve carrera en la escuela pública, un sistema corrupto donde los dinosaurios se comen a las jóvenes.

Un día, una amiga le mostró un aviso clasificado. Buscaban profesores para las cárceles. ¿Si en el Ministerio de Educación son corruptos, cómo serán en el  de Justicia? Eso pensaba. Igual  postuló. Cuatro mil interesados rindieron el examen. Nancy, la profesora rechazada por el magisterio ocupó el primer lugar.
El tiempo pasó y los episodios  con los directores se volvieron   anécdotas lejanas que Nancy cuenta con una sonrisa. Tiene 39 años y ahora sus alumnos son hombres  sentenciados por  secuestro, estafa, violación, y otras hazañas. Trabaja en la escuela técnica del penal de Aucallama, en Huaral, una provincia a dos horas de Lima, a donde viaja todos los días. Tiene un esposo, un hijo en la universidad y sueña con tener un automóvil a gas que le permita regresar a casa a tiempo para alimentar a su bebe de dieciocho meses. Entre el trabajo y el  transporte se le va a mitad de la vida.

Caminamos por los pasillos del penal rumbo  al auditorio donde me invitaron a dar una charla. Hay cinco mil presos en una cárcel diseñada para mil. Muchos no llegan a los treinta años. Nancy tiene una teoría:
-Estamos cosechando lo que sembramos hace veinte años –me dice con frialdad- malos profesores forman malas personas.
 El problema del país para ser tan claro ahora. Recibimos las primeras lecciones de corrupción en las  escuelas.


Marco Avilés/ex columnista de La República

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