sábado, 13 de octubre de 2018

Conversaciones en el Parque Castilla-Lince



06/01/11: Conversaciones en el Parque Castilla

Lo he visto siempre. Cada vez que lo miro, me saluda. Le hablo y me muestra el interior de su ser. Su corazón de guerrero triste se expresa ante mí y sospecho que no soy el único que lo conoce. Parece estar así siempre, tranquilo, sigiloso, pero también pendiente, como esperando el momento preciso para despertar. Su rostro evidencia un sufrimiento ancestral, pero no logro sabér a qué se debe. De pronto, me cuenta sus problemas y su aspecto misterioso parece inspirar humildad.
Su estado pétreo, de extrema rigidez, parece por momentos quebrantarse y tratar de manifestar sentimientos profundos. 
-Antes fui un gran árbol, de esos que ves atrás mío -dijo el huarango-, por cierto, me puedes llamar Domingo-.

Ante la sorpresa de que ese árbol añejo podía comunicarse, y lo hacía conmigo, no desistí de mi intención por conocerlo más -Mucho gusto, mi nombre es Marco, de verdad no sé qué decir, no sabía que podías hablar-.
-No puedo hablar del mismo modo que ustedes lo hacen, no tengo verbo ni emito palabra pero mi imagen puede hablar por sí sola-. Y añadió -en realidad, siempre estoy dispuesto a conversar, a platicar, pero sólo algunos me prestan atención, algunos como tú-
-Entiendo perfectamente- atiné a decir sin ser consciente de lo que verdaderamente estaba afirmando. El huarango no parecía sorprenderse de mi curiosidad impresionante.
Un pequeño hombre que puede sentir y ver todo como un árbol vive entre las calles de Lince.

Semanas después llegaría el momento en que recordaba cómo una mañana regresé a ver el huarango. Permanecía descansando en pleno sol, sobresaliente como siempre, situado allí por una carga que traía consigo, ancestral, y rodeado de voluntariosos jóvenes y señores de tercera edad que corrían incesantemente el diámetro del parque Castilla. Había sido un guerrero de batallas interminables, de combates que desconocían la tolerancia del tiempo, de campañas que desplegaron estrategias inmortales y llevaron el curso de los tiempos adelante. Voluntariamente se deshizo de su estado de permanente alerta, de su maña para adivinar los sueños, de su presencia vigorosa y quedó convertido prácticamente en nada. Se quedó tan solo con su pensamiento recóndito, abierto y valiente. La ciudad y la calle, y algunos curiosos, fueron sus acompañantes de frías y calurosas tardes limeñas.
-Mi tiempo no es este, pero siento que podría aportar para que los ideales de paz y armonía puedan prevalecer -confesó mientras un vientecito parecía limpiar el entorno. Entonces continuó, -hubo un día en que dejé de ser un árbol fuerte, me volví, pues, viejo. Eran épocas difíciles, duras, cuando de pronto un joven de aura bondadosa y penetrante, me convirtió en lo que soy: un pequeño hombre que puede sentir y ver todo como un árbol. Antes había sido un guerrero de mil batallas, de batallas por la libertad y la prevalencia de la vida-.
Me quitaré el sombrero.
Domingo pareció adquirir entonces un resplandor, una fuerza bondadosa de tonalidades acentuadas y pacíficas. -Ahora que puedo comunicarme -dijo-, puedo anunciar que, así como yo, cada ser que habita en este bosque y en todos los rezagos naturales del horizonte, pueden oír y observar lo que sucede, sentir lo que los hombres hacen. Yo siempre estaré al lado de la vida. No es necesario ser como yo para estarlo.
Sus ojos eternos se cerraron otra vez. Anunciaban el inicio de su letargo. El corazón visible que colgaba sobre su cuello pareció conmoverme. Su pensamiento por la vida se acentuó en mí. Así como yo, muchos habían empezado tal reconfortante labor. Eran rumores de tiempos mejores.

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