Solo en casa, hasta el
último suspiro
MILAGROS PÉREZ OLIVA
15 ENE 2018 - 00:00 CET
/ El País
Antes era algo muy esporádico. Ahora es frecuente. Cada vez
más. La muerte en soledad. Lo explica el juez Joaquim Boix en un reportaje
publicado por este diario. Él levanta cuatro o cinco cadáveres cada mes. Otros
jueces ratifican que ya no es un fenómeno puntual. La mayoría son ancianos a
los que la muerte les ha sorprendido en su casa, sin tiempo para reaccionar o
sin fuerzas para pedir ayuda. Ancianos que viven solos y en muchos casos sin
familia directa. Algunos podrían haberse salvado de haber recibido ayuda.
Estas muertes solitarias son consecuencia de los cambios en
la estructura familiar y la evolución demográfica, que hacen que cada vez haya
más longevos sin que los servicios sociales hayan crecido lo suficiente para
suplir lo que antes cubría la familia extensa. Pero también de las formas de
vida más individualistas y más estresadas, que hacen que nadie se inmiscuya en la
vida de nadie, pero nadie ayude tampoco ni haga compañía a la gente que se
encuentra sola. El paradigma estalló en forma de noticia en noviembre pasado,
cuando una comisión judicial llegó a un bloque de viviendas del distrito de San
Blas, en Madrid, a desahuciar a un inquilino por falta de pago. Encontraron al
hombre momificado. Tenía 56 años, hacía cuatro años que había muerto, pero
nadie le había echado en falta, a pesar de que había estado casado y tenía una
hija. Tampoco los vecinos. Pensaban que habría muerto en algún hospital de la
dolencia hepática que sufría.
El deseo de independencia y de autonomía personal son rasgos
nucleares de la cultura contemporánea. Mientras todo va bien y la salud
acompaña, poder vivir de forma autónoma es algo sin duda muy positivo. El
problema es cómo adecuar las estructuras sociales a un modelo que hace que
muchos ancianos se queden solos justo cuando también pierden la salud. En una
de sus novelas más estremecedoras, La edad de hierro, el Premio Nobel de
Literatura J. M. Coetzee narra las vivencias de una profesora de Ciudad del
Cabo que sufre un cáncer terminal, pero no quiere avisar a su hija, que vive en
Estados Unidos, porque no quiere perturbarla. Sabe que lleva una vida estresada
y tiene entre manos proyectos importantes para ella. Acaba compartiendo sus
últimos días y la rabia que le produce el apartheid que vive Sudáfrica con un
vagabundo igualmente solitario que se ha refugiado en su cobertizo.
Para muchos ancianos, lo más doloroso de la vejez no son los
achaques. Es la soledad. En España hay 8,6 millones de personas mayores de 65
años, de las cuales más de un millón viven solas. Muchos Ayuntamientos han
desplegado programas de teleasistencia, pero los dispositivos instalados están
lejos de cubrir las necesidades. La mitad de los ancianos que viven solos se
hallan además en situación de pobreza, y ya sabemos que las personas pobres son
más vulnerables y tienen peor salud. Los servicios sanitarios atienden las
contingencias de la salud. Los servicios sociales, con suerte, las carencias
materiales. Pero ¿quién se hace cargo y cómo se trata la soledad?
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