Cesaria Évora (CANTANTE)
Voz nacida para ser libre
Me llamo Cesaria Évora. Soy una mujer
africana. ¿Qué es lo que me gustaría que contaran sobre mí? Más que nada, que
siempre he querido ser libre y permanecer soltera, y que jamás he aceptado
vivir con un hombre oficialmente.
Yo tuve tres hijos y mucha gente solía
criticar que me guste echar tragos, que fume tabaco, por mis matrimonios o
porque me divorcio. Pero si estando en un bar tomándome un whiskey yo descubría
que algunos se ponían a murmurar sobre mí, inmediatamente le pedía otro vaso de
licor al cantinero sólo que doble, para que esa gente metiche de veras tuviera
motivos de abrir la boca. Sin embargo, yo jamás presto demasiada importancia a
los criticones. Las personas buenas, en cambio, con dinero o sin dinero, negras
o blancas, siempre han sido nobles amigas mías.
Hace poco me compré un terreno cerca del
lugar donde vivía cuando era niñita. El gobierno deseaba alojarme en “La Casa
del Artista” aunque eso era para el resto de mi vida y aquella casona me
hubiera resultado demasiado pequeña para mi madre, mis hijos, mis nietos y para
mí.
Mi familia era muy humilde, aunque nunca
pasamos hambre gracias a la ayuda de mis hermanos pues habían emigrado, a que
alquilamos un ala de la casa de mi abuela, y a una parcela de tierra que ella
cultivaba en el Monte Verde.
Cuando mi abuela falleció le lloramos
mucho, porque todos la adorábamos. Yo estaba muy pequeña, pero recuerdo bien a
mi abuelo materno. Había llegado desde Santo Antao para visitar a mi mamá que
vivía en San Vicente desde niña. Era un tipo guapo, de rostro oscuro, cabellos
lacios, parecía indígena. Mi madre se iba al trabajo y él se quedaba para
cuidarnos.
Yo aprendí que es la vida bastante pronto,
si bien mi infancia fue muy feliz. Bajo las lluvias me divertía con mis amigas
haciendo muñecos de barro, platitos, cualquier cosa. Después los poníamos a
secar para jugar con ellos. Y si caía una tormenta, los niños recogíamos el
agua de lluvia con cubetas que luego llevábamos a nuestras casas.
Dejábamos al cieno asentarse en el fondo y
nos bebíamos el agua que en verdad sabía muy rica. Había orugas por doquier,
nosotros las metíamos en una caja de cerillos y a los pocos días salía una
mariposa. Por aquella época, la hierba crecía enorme y todo lucía su bello
verdor.
La huerta de mi abuela tenía sandías, maíz
y frijoles. A las mazorcas le separábamos los granos que dejábamos secando para
almacenarlos, por si acaso venían tiempos duros. Cada vecino se llevaba su
porción. Pienso que esta costumbre de compartir la heredé de mi abuela y
también de mi mamá, quien cocinaba para las personas más necesitadas de la
región.
Empero, las lluvias cesaron de presentarse
con su frecuencia regular, y en ocasiones únicamente caía uno que otro
aguacero; pero provocaba grandes daños a las tierras y en nuestra casa. Las
sequías dispararon entonces el precio de los productos comestibles, luego bajó
la afluencia de barcos en el puerto y por fin, las compañías inglesas de carbón
se retiraron. Todo eso lo cuenta la letra de aquella “morna”: “Um vez sonsente
era sabe” (“Alguna vez San Vicente fue maravillosa”).
Mi padre había muerto cuando yo tenía siete
años de edad y mi mamá me envió a un orfanato, sitio para huérfanos dirigido
por monjas. Mis otros hermanos se habían marchado y ella necesitaba irse a
trabajar. Allí permanecí hasta tres años, sólo que ya no aguantaba aquel
ambiente religioso. Las monjas nos enseñaban a coser, a bordar y a planchar,
pero esa no era la vida que anhelaba para mí, por lo tanto supliqué a mi abuela
me sacara pues le dije que no me trataban bien, vivía como si estuviese
encarcelada. Entonces me llevaron a casa de una tal señora doña María Amelia,
ella tenía una escuela donde en las mañanas estudiábamos y por las tardes
cosíamos, allí cursé los dos primeros años de primaria.
Navidades dignas
Se decía que la Navidad era una fiesta sólo
para los “blancos”, o sea, para la gente rica, más no para nosotros.
Nuestros papás no tenían dinero y a veces
nos regalaban una pelota; pero las muñecas y demás juguetes para chicos no los
veíamos ni en sueños. Nunca tuvimos ningún árbol navideño en nuestro hogar. Hoy
ya tengo, aunque diminuto, sobre la mesita de estar.
Sin embargo, nuestra Navidad siempre fue
muy digna; mi madre recibía canastas que le enviaban sus hermanos o amistades
del extranjero. Esa noche navideña lográbamos contar con una cena abundante,
pero los demás días dependíamos del favor de Dios. A mí se me acostumbró a
conformarme con lo que hubiera.
Y siendo ya Cesaria Évora, la mujer
africana de Cabo Verde que nació para cantar “mornas” y para ser libre, yo no
he puesto un pie dentro de ciertos lugares aquí en Mindelo que de plano, no los
conozco. Por ejemplo, los clubes para gente rica donde celebran la Nochebuena y
el Año Nuevo con bailes. He oído hablar mucho de ellos. Y el zócalo de la
plazuela mayor, la Plaza Nova, que para mí no significa gran cosa, porque no
voy allí ni nunca quise ir, excepto cuando iba a escuchar allí a mi hermano
tocar con la banda municipal.
O cuando iba al cine, que me encantaba. Yo
identificaba y reconocía a los actores de cine, mis preferidos eran Stewart
Granger y Tony Curtis. De las actrices, mis favoritas son Gina Lollobrigida y
Elizabeth Taylor.
Pero nunca he sentido nada particular por
meterme a esa plaza. En tiempos del colonialismo portugués, a mi gente se le
prohibía el derecho a caminar descalza por ahí, y quien careciera de dinero
para comprarse un par de zapatos era obligado a quedarse en la calzada, sólo
quienes los llevaban puestos podían hacerlo. Por ello yo prefería ir a otros
sitios. En fin, que nada tengo que ver con la Plaza Nova.
Amores tempranos
Siempre he amado la libertad. Mamá
trabajaba, yo me la vivía en la calle. Mi hermano Chico y yo teníamos una
contraseña que era “quick!” (“¡apúrate!”, en inglés) y cuando él decía eso yo
ya sabía que no había moros en la costa y podía salirme a dar una vuelta.
La primera vez que sentí palpitar mi
corazón por algún hombre fue por un comerciante rico de Mindelo, yo tenía
solamente 14 años y nunca se lo dije a mamá, me gustaba porque era muy
atractivo, y por su aroma; además, alguien tenía que iniciarme para entrar en
aquellos senderos… Nadie se dio cuenta del romance, hasta la fecha él y yo
continuamos siendo buenos amigos, a él le agrada bastante mi manera de cantar
aunque cuando nos conocimos ni siquiera sospechaba que me encantaba interpretar
“mornas”. Yo era una chiquilla tímida y retraída, no tenía amigas y cuando se
es de esa edad, una cambia a cada rato y es muy voluble. Nuestra relación no
duró.
Luego conocí a Eduardo, el músico que
descubrió mi voz. Así comencé a cantar por ahí, iba de aquí para allá con ese
novio que tocaba guitarra y componía. Eduardo emigró después y se casó, pero yo
no le quise rogar. Hoy radica en Holanda, inclusive me acompañó en un concierto
que ofrecí en Rotterdam hace algunos años. Cuando di a luz a mi primer hijo,
Eduardo quiso reconocerlo; no lo acepté pues él no era el padre. De todos
modos, le puse Eduardo al bebé, en honor suyo.
Supe lo que era la vida demasiado temprano,
yo a los extranjeros les fascinaba y no era sólo por mi voz. He tenido tantos
esposos que ya perdí la cuenta el número de ellos, si bien ninguno lo ha sido
de manera oficial. Los papás de mis hijos jamás vivieron conmigo, de hecho
siempre he vivido con mi madre, su casa es sagrada. El papá de Eduardo, mi
primer hijo, se llamaba Benjamín, nos conocimos a bordo de un barco donde él
trabajaba como mecánico en jefe. Yo cantaba ahí y me sentí atraída por él. Nos
veíamos cada vez que él venía a Mindelo, pero nunca me puso casa. Cuando quedé
embarazada, se fue. Era portugués. Nunca más dio señales de vida y por lo
mismo, Eduardo jamás conoció a su padre. Lo cierto es que yo me sentí
profundamente herida con el papá de Eduardo por no querer reconocerlo.
Dos hijas con futbolistas
Tuve bastantes pretendientes, pero no
pensaba en el matrimonio. Yo soy así. Estaba con uno y enseguida le echaba el
ojo a otro. Puede ser que no deseara yo creer en los hombres, ellos solamente
me divierten.
Me gustaban muchos futbolistas por guapos,
por famosos. Eran buenos partidos. Y nada tontos, se juntaban con ricos
comerciantes. Anteriormente, asistía a los encuentros de futbol pero hoy no lo
hago más y así es mejor, de otra forma quizá ya me habría ligado con alguno.
Los papás de dos de mis hijas eran
futbolistas, la primera murió recién nacida; la segunda es Fernanda, vive aquí
con sus dos hijos: el mayor que se llama Alison y la pequeña, Janet, quien fue
reconocida por un señor quien en verdad no había sido el padre. Mi nieta
tampoco podrá conocer quién fue su papá. En tales casos, los hijos juzgan
después quién será su auténtico progenitor, el que los concibió o el que los
alimentó y los cuidó.
Muchas mujeres en Cabo Verde se ven
obligadas a criar solas a sus hijos, sea porque sus respectivos maridos se
desentienden, ora porque se van fuera a ganar la plata. En ocasiones, ellas
también emigran y dejan a los chamacos al cuidado de los abuelos. Hay hombres
que olvidan a sus hijos aún ganando suficiente plata como para enviarla y
mantenerlos. En Cabo Verde, las mujeres tienen que rascarse con sus propias
uñas.
El padre de mi segunda hija vivía en
Mindelo, pero ni siquiera movió un dedo por ella. Yo lo amaba con ganas, estaba
perdidamente enamorada de él. Un día, viajó desde Portugal una persona para
verlo y como era un jugador excelente, lo contrató para un equipo de allá. En
un principio, me enviaba algo de dinero que yo recogía en casa de una tía suya.
Pero un día, de la noche a la mañana
desapareció. No obstante, creo que he corrido con suerte debido a que mi madre
y mi hermana me han ayudado a educar a mis hijos con dignidad.
Sin castillos en el aire
A pesar de que mi abuela murió hace más de
30 años, la extraño con harta frecuencia. Tuve a Eduardo a los 18 y ella llegó
a conocerlo. Murió de la emoción.
Un día, tiró el agua en la vía pública y un
policía que pasaba por allí la vio, la detuvo, la condujo de la calle a la
comisaría y para dejarla salir la abuela debió pagar una multa. Mi abuela jamás
consiguió superar aquella humillación. Se puso enferma y al poco tiempo, la
enterramos. Así nomás.
Yo nací para cantar, me atraparon las
“mornas”, “las “coladeiras”, los “fananá”. He cantado en todas las islas de
Cabo Verde, todas las adoro. Una vez, en Santo Antao, creí que el transporte
donde viajábamos se iba a desbarrancar. La carretera se halla casi encaramada
en todo lo alto y por ambos lados se extiende el precipicio, el vacío; parece
que una estuviera entre nubes.
Sólo que yo no soy una mujer que se anda
entre las ramas, menos entre las nubes. Yo hago lo que se me dé mi regalada
gana. Algo que me gustaría hacer en verdad, eso sería poblar la desierta isla
de Santa Luzia. Así tan solita como está, la isla debe andar muriendo de puro
aburrimiento.
(Existe una versión al castellano de la
biografía de Véronique Mortaigne publicada bajo el título Cesaria Évora, la voz
de Cabo Verde en CIRCE Ediciones, trad. Juan Albeleira, Barcelona, 1998. 236
páginas.)
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