Cazador en carretera solitaria
19 mayo, 2015
POR José Luis Durán King
En 1970, en un paraje a aproximadamente 26 kilómetros de Townsville, aparecieron los cuerpos destrozados de dos hermanas–de 5 y siete años—, quienes antes de morir fueron brutalmente violadas. Pasaron casi 30 años para que el doble homicidio se resolviera
Sólo fueron 32 años los que tuvieron que transcurrir para que se aclarara la actuación de un homicida serial en 14 asesinatos que tuvieron como escenario la carretera Flinders en Anthill Creek, Australia.
Robin Hoinville, de 18 años, y Anita Cunningham, de 19, gustaban de viajar de aventón. Al parecer eligieron al conductor equivocado, pues desaparecieron sin dejar rastro. En julio de 1972, la policía encontró el esqueleto de Robin, cuyo cráneo mostraba dos orificios por impacto de bala. Los restos de Anita no han sido hallados, aunque las autoridades especulan que sufrió el mismo destino de su acompañante.
Con cuatro homicidios a cuestas en una misma zona, la policía organizó la mayor cacería humana registrada en la historia de Australia, incluida una recompensa de 250 mil dólares a quien proporcionara información que condujera a la detención del criminal. Nada sucedió.
Más de dos décadas después fue detenido Arthur Brown, un enfermo mental que a todo decía sí, aunque ignorara de qué le estaban hablando. Finalmente fue liberado.
En 1975, el cadáver de Catherine Graham, de 18 años, fue recuperado por la policía en el cuadrante que el homicida había elegido para tirar a sus víctimas. La mujer fue violada y ejecutada a tiros.
En octubre de 1978, los cuerpos de dos hombres y una mujer –Gordon Twaddle, Timothy Thompson y Karen Edwards— fueron hallados en una locación cercana a Julia Creek. Los tres fueron asesinados a balazos.
Finalmente, el 3 de noviembre de 1982 el autoestopista Tony Jones desapareció. Fue visto por última vez caminando en Anthill Creek.
A partir de entonces, el homicida de la carretera cesó su actividad. La policía archivó los casos de los asesinatos, al tiempo que brindaba hipótesis de la posible muerte del criminal o de su estancia en alguna prisión.
Pasaron más de 30 años para que una hebra se asomara entre la madeja de desconcierto. Y la enseñó un hombre llamado Andy Albury, condenado y encerrado en 1984 por el asesinato de Gloria Pindan, una aborigen de Darwin.
El hombre utilizó una botella rota para mutilar y acabar con la vida de Pindan. Cercenó los senos y le extrajo los ojos a su víctima.
En 2004, Albury, matarife de oficio, ante la posibilidad de salir libre bajo palabra, señaló que no tenía interés de volver a la calle, que la vida en prisión no le sentaba mal.
Y no sólo eso: Albury compartió con uno de sus compañeros de encierro que había matado al menos a 14 personas en las inmediaciones de la carretera Flinders. El compañero de celda no se guardó el secreto y contactó al detective Les Chapman a quien contó todo.
Chapman visitó a Albury y éste no tuvo empacho en confirmar lo que había conversado con su compañero reo. Los casos fríos se descongelaron y las investigaciones han comenzado, sólo que ahora teniendo como eje la confesión de Albury.
De acuerdo con el detective Chapman, el señor Albury experimenta un gran placer en el acto de mutilar cuerpos. Considera que esa actividad hace que las cosas sean “interesantes”. El sospechoso nunca negó que mataba en la primera oportunidad que se le presentaba.
La solución de los casos, en caso de que esta meta se alcance, sólo abonaría en brindar un poco de tranquilidad a las familias de las personas que hasta la fecha están desaparecidas y que pudo asesinar Albury. Para un convicto que no muestra interés por quedar libre, el hecho de que aumente la cantidad de años que debe permanecer prisionero es algo que no le espanta el sueño.
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