Ayer se cumplió el aniversario de Shakespeare
y en estos 400 años sin el bardo hemos aprendido a vivir con él. Al momento de
su muerte, Shakespeare era un escritor reconocido pero no demasiado famoso. No
se le consideraba un genio, ni siquiera el mejor dramaturgo de su época. La
influencia de otros escritores hoy casi olvidados como Fletcher, por ejemplo,
rivalizaba con la de Shakespeare y hasta
la opacaba. Lo mismo puede decirse de la obra de Ben Jonson. Tanto Fletcher como
Jonson sobrevivieron a Shakespeare. Pero el verdadero reconocimiento tarda más
que las vidas que les dieron origen. A fines del siglo XVII todos se habían
rendido ante la obra dramática del poeta que había muerto el 23 de abril de
1616.
Hemos gozado de su prodigiosa poesía, de la
estructura de sus dramas y de la configuración de
sus héroes y quizá hemos aprendido algo en el
camino. Gracias a Shakespeare sabemos, por ejemplo, que un individuo puede
estar lleno de virtudes pero que basta un gran defecto para destruirlo. Otelo, el rey moro de Venecia, es un gran
gobernante y un hombre probo, pero tiene un gran defecto, el de la inseguridad
respecto de Desdemona.
Hemos aprendido también que en las relaciones
entre padres e hijos no siempre la hija más honesta es la menos fiel. El rey Lear no lo entiende así y su
ingenuidad arrogante es responsable de la muerte de Cordelia.
Hemos aprendido también que el amor puede ser invivible
al tiempo incluso a la muerte y que la traición puede ser redimida. Es lo que
hace que la reina Hermione vuelva a la vida en Un cuento de invierno.
Los abogados pueden aprender que la
interpretación exacta de un contrato puede salvar la vida de un hombre, sobre todo de un hombre amado
tal como lo muestra Portia en El Mercader de Venecia.
Y todos sabemos, gracias a Macbeth, que la sede de poder llevada a
extremos solo puede acabar en la destrucción de quien la tiene.
Las lecciones de los padres son parte del
legado de Shakespeare. Si un padre muerto se nos aparece como un fantasma y nos
dice “No me olvides”, un hijo no puede resistirse a su llamado. Se ve obligado
como Hamlet a descubrir y castigar
al asesino de su padre, aun cuando es un tipo al que no le interesa la acción.
Y al final, en medio de tantos muertos, Shakespeare
nos muestra también que el amor puede triunfar como ocurre en Mucho Ruido y
Pocas Nueces o La Comedia de las Equivocaciones, donde el azar está del lado de
la felicidad.
En la Dama de La Bravía, en cambio, el amor es
un juego de poderes, algo que no está lejos de la realidad en muchas
parejas.
Pero quizá la primera gran obra de Shakespeare,
Romeo y Julieta nos enseñó para
siempre que el amor sin obstáculos sin vencer no merece ningún respeto. Es curioso
porque es una obra de un amor eterno que ocurre en solo tres días y está llena
de muertos. Fue la primera en la que el robo de una carta provocó una gran
tragedia.
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Alonso Cueto/LR/24 de abril 2016
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