Neil
Harbisson se presenta como "el primer ciborg reconocido
oficialmente por un Gobierno". Es artista, tiene 30 años y vive en
Barcelona. Nació con un problema: veía en blanco y negro. Introdujo el color en
su vida mediante un dispositivo electrónico insertado en su nuca que traduce
los tonos en sonidos. Tras dudas y rechazos, el Gobierno británico aceptó
finalmente la foto oficial para el pasaporte con ese tercer ojo cibernético.
Asumió su tesis de que ese añadido artificial forma parte ya de su organismo.
Ahora, Neil está decidido a impulsar la revolución de los ciborg. Este es un
encuentro muy especial con él. Surrealista y, sobre todo, futurista. Plantea
tantas preguntas, abre tantas vías, que obliga a pensar de otro modo. Dentro de
este edificio situado a las afueras de Mataró se encuentra la sede de la
Fundación Cyborg, cuyo objetivo es ayudar a las personas que así lo deseen a
integrar dispositivos electrónicos en su cuerpo. El edificio, conocido como La
Incubadora y situado en el complejo Tecno-Campus de la mencionada ciudad, es
una especie de colmena compuesta de pequeñas celdas o despachos cedidos
temporalmente a personas e instituciones para el desarrollo de ideas
consideradas interesantes. Dentro de una de esas celdas se encuentra ahora el
ciborg Neil Harbisson, desde cuya frente me observa un tercer ojo, de carácter
electrónico, conectado por un cable de audio a un chip situado a la altura de
su nuca, haciendo presión sobre el hueso. El tercer ojo es en realidad un
sensor de color capaz de leer las frecuencias de luz emitidas por un color y
traducirlas a sonidos por medio del chip. Los sonidos, por su parte, llegan al
cerebro a través de los huesos del cráneo. Harbisson ha adquirido, gracias a
este artilugio, un sentido nuevo, del que carecemos el resto de los seres
humanos, por el que "oye" o "escucha" los colores.
Vayamos por partes. Harbisson ve en blanco y negro. Diríamos que sufre de acromatopsia,Va pues tal es el nombre de este déficit, si él
estuviera de acuerdo en que se trata de una carencia. Pero parece que no.
-Yo no lo llamo déficit, lo llamo condición visual -dice con
cara de chico tímido, de segundo de bachillerato-, porque no es una enfermedad.
Enfermedad o no, la condición visual de Neil, que ahora
tiene 30 años, es genética y de nacimiento. De pequeño, cuando sus padres
advirtieron que ocurría algo raro, lo llevaron al oftalmólogo, donde solo le
hicieron el test del daltonismo, errando en el diagnóstico. Primero fue
daltónico; después, muy daltónico, y finalmente era "ese chico que
confundía todos los colores". La acromatopsia es una condición visual
rara, y Harbisson no podía explicar, lógicamente, que veía en blanco y negro
porque tampoco concebía otra forma de ver. Como era un chico listo, con
recursos, se adaptaba al medio memorizando las palabras que se atribuían a
determinados objetos. Del cielo, por ejemplo, se decía que era azul; del césped,
que era verde; del limón y del plátano, que eran amarillos; de los coches de
los bomberos, que eran rojos... Pero si le preguntaban de qué color era el
jersey que llevaba puesto ese día no tenía palabras.
No lo viví mal -dice-, pero sí con extrañeza. No me gustaba
el tema del color porque implicaba un conflicto. Estar rodeado de algo que no
ves y ser consciente de que no lo ves te genera algo misterioso. Es como si yo
viera un espíritu que tú no ves. Tuve épocas en las que odié el color porque
era imposible ignorar su existencia. En cualquier campo, el uso que se hace del
color es constante. Aunque no lo veas, no puedes ignorar que existe. Cuando
juegas al fútbol, por ejemplo, o cuando ves el plano del metro. El problema no
era de supervivencia, porque yo me las arreglaba perfectamente viviendo en
blanco y negro, el problema era que el color es muy popular.
-¿Pero ver en blanco y negro no implica también alguna
dificultad de orden práctico?
-Alguna, sí. Con los grifos, por ejemplo, porque no siempre
el del agua caliente está a la izquierda. O con los cargadores de baterías, en
los que la luz verde indica una cosa y la roja otra. Los mapas son un caos
total. También hay muchos trabajos a los que no se puede acceder viendo en
blanco y negro.
A los 11 años le hicieron por fin un test más complejo y le
diagnosticaron correctamente. Fue un alivio, porque encontró respuesta a toda
la confusión anterior. Su familia recibió la noticia con naturalidad, sin
dramas, de modo que no cambió nada, excepto que ya sabía que no veía aquella
cosa que llamaban "colores". El diagnóstico sirvió también para
entender las rarezas visuales de su abuelo materno.
Harbisson es hijo de un británico irlandés y de una
catalana. Su infancia y su adolescencia transcurrieron en Mataró, donde tras
acabar la ESO hizo el bachillerato artístico, logrando que le dejaran usar solo
los colores blanco y negro.
-Ahí aprendí mucho sobre el color, sobre aquello que no
veía, y advertí que se trataba de algo muy complejo.
Al terminar el bachillerato completó en Inglaterra los
estudios musicales que venía realizando desde los siete años. Fue allí, en la
Universidad de Totnes, donde, tras escuchar una conferencia de Adam Montandon sobre
cibernética, se acercó a él, le contó que veía en blanco y negro y alumbraron
entre los dos la idea del ojo electrónico capaz de traducir los colores a
sonidos.
-El color y el sonido -dice- poseen una cosa en común: que
los dos tienen frecuencia. La frecuencia de cada color se corresponde con una
nota musical que no podemos escuchar con el oído porque es excesivamente aguda
y porque es una onda de luz y no de sonido. Lo que yo hago es una transposición
de las frecuencias de luz o de los colores a frecuencias de sonido.
-¿La relación entre los colores que miras y los sonidos que
escuchas no es, entonces, arbitraria?
-En absoluto. Si el oído humano pudiera escuchar la
frecuencia del color rojo, escucharíamos la nota fa, aproximadamente.
-¿Es preciso tener una educación musical para utilizar el
dispositivo?
-Al contrario, la educación musical actúa como un corsé que
solo te permite escuchar las 12 notas establecidas, pero en la realidad hay
infinitas notas.
Me levanto de la silla, me coloco frente a él, le pregunto
cómo voy vestido y, tras observarme de arriba abajo con su ojo electrónico,
dice:
-Suenas poco. El azul (por los pantalones vaqueros) suena a
do sostenido, y lo que llevas por arriba (chaqueta gris, polo negro) es incoloro, no
hay tono.
Él lleva unos zapatos amarillos, unos pantalones azul cian y
un jersey magenta.
-El acorde global -explica- sería un do-mi-sol, que es un
acorde mayor, alegre, armónico.
Sus criterios para combinar los colores de la ropa no
siempre coinciden con los de las personas que vemos los colores en lugar de
escucharlos, pues lo importante para él, a la hora de vestirse, es que el
conjunto suene bien.
-Por lo general -dice-, visto do-mi-sol, que es un conjunto
feliz.
-¿Y con qué irías a un entierro?
-¿A un entierro? Con azul, lila y naranja (do-mi bemol y fa
sostenido).
Según Neil, la capacidad de escuchar los colores es mucho
mejor que la de verlos.
Porque tú -añade-, percibes el color en un pack de
tres propiedades: luz, tono y saturación. Estas tres propiedades, que son las
del color, las recibes juntas, por tanto, te resulta difícil apreciar el tono.
Yo recibo las tres propiedades por separado: la luz, por los ojos; el tono,
traducido en sonidos, a través del aparato, y la saturación, a través del
volumen de los sonidos, pues algunos suenan más altos que otros.
-¿Y no te resulta molesto oír colores todo
el rato?
-Tampoco a vosotros os resulta desagradable estar viendo
colores todo el rato.
Pero lo cierto es que se tuvo que acostumbrar,
porque al principio la información le resultaba excesiva. Padeció, de hecho,
dolores de cabeza durante algunas semanas. Pero el cerebro, que es de una
plasticidad enorme, enseguida fue capaz de organizar e integrar aquel nuevo
estímulo. El color más inocente, desde el punto de vista de Harbisson, es el
rojo. El más agresivo, el violeta.
-El violeta -aclara- está por debajo del ultravioleta, que
nos puede matar porque no rebota en la piel, sino que la traspasa provocando
enfermedades.
Harbisson no se quita el artilugio cibernético nunca, ni
siquiera para dormir o para ducharse, lo que equivaldría, dice, a que nosotros
nos desprendiéramos de un sentido cualquiera, el tacto, por ejemplo, para irnos
a la cama. Esa integración permanente de lo cibernético en su cuerpo es lo que
hace de él un verdadero ciborg, quizá el primero del mundo, pues los hay
intermitentes u ocasionales, como Moon Ribas, su pareja actual y cofundadora, junto
a él, de la Fundación Cyborg. Moon suele llevar en las orejas unas extensiones
que parecen pendientes, pero que son, en realidad, sensores de movimiento. Cada
vez que se produce un movimiento delante de ella recibe una ligera descarga en
la oreja. Si el movimiento es de izquierda a derecha, por ejemplo, primero
recibe el estímulo en la izquierda, y luego, en la derecha, lo que le
permitirá, cuando domine este nuevo lenguaje, conocer la velocidad exacta a la
que se mueven los objetos. De momento, hace aproximaciones bastante ajustadas,
pero cuando haya desarrollado del todo esa capacidad incorporada a su organismo
poseerá un sentido nuevo del que carecemos el resto de los seres humanos. Sus
orejas funcionarán como un radar que en su trabajo de coreógrafa posee
aplicaciones prácticas.
-Antes de instalarse el radar en las orejas -comenta
Harbisson- lo llevaba en la muñeca. Con ese aparato viajó a más de 30 ciudades
de Europa para averiguar cuál era la velocidad media de los ciudadanos de cada
ciudad, y detectó grandes diferencias. Los de Estocolmo y Londres van casi a la
misma velocidad. En Oslo andan casi como en Roma, muy despacio. El récord de
lentitud lo tiene el Vaticano. Es posible que haya alguna relación entre el
color dominante de una ciudad y su velocidad, pero aún no lo sabemos.
Decíamos que Harbisson es, quizá, en sentido estricto, el
único ciborg del mundo. En todo caso, es el primero al que las autoridades de
un país han reconocido esta condición. Sucedió en 2004 cuando fue a renovar su
pasaporte británico (aún se encontraba en Totnes, al sur de Inglaterra). Tal
como se hace en el Reino Unido, rellenó el formulario, que envió por correo
junto a la foto. Al poco se lo devolvieron porque era ilegal aparecer en la
foto del pasaporte con un ojo electrónico en la frente. Escribió de nuevo
informando de que no se trataba de un aparato electrónico a secas, sino de una
parte de su cuerpo, ya que se había convertido en una extensión de sus
sentidos.
-Les expliqué -añade- que yo me sentía ciborg y que consideraba
que el ojo electrónico debería ser aceptado como parte de mi imagen oficial.
Envié esta carta con el formulario y me lo devolvieron de nuevo indicando que,
si lo que decía era verdad, les hiciera llegar un certificado médico. Fui al
médico, se lo expliqué y escribió la carta. Lo envié todo una vez más, al
tiempo que mis amigos de la universidad se dirigían también a las autoridades
explicando mi situación, pues se había producido ya un pequeño movimiento a mi
favor. Esta vez tardaron mucho en contestar, pero al final dijeron que sí, que
lo aceptaban, y recibí mi pasaporte con la foto en la que aparezco con el ojo
electrónico. La
noticia salió en el diario local de Totnes, que luego recogió algún
diario nacional, desde donde saltó a los medios internacionales. La prensa lo
mostró como algo que nunca antes había ocurrido, así que, mientras no se
demuestre lo contrario, soy el primer ciborg reconocido como tal en todo el mundo.
Me muestra su pasaporte y, en efecto, ahí está,
con su ojo electrónico en medio de la frente, lo que le crea al viajar
bastantes problemas, pues no hay control de la policía en el que su pasaporte
no sea examinado con lupa, ya que a primera vista lo toman por falso.
Ahora está en conversaciones con dos cirujanas de Barcelona
que han estudiado el modo de implantarle dentro del hueso del cráneo el chip
que lleva en la nuca. Se trataría de efectuar en el hueso del cráneo un
orificio donde alojarían, protegida por una pieza de titanio, la entrada de
audio. De ese modo, el aparato, además de integrarse definitivamente en el
organismo, se simplificaría (ahora, el conjunto se sostiene sobre la cabeza
gracias a una pequeña corona que oculta bajo el pelo), y la calidad del sonido
mejoraría tanto que quizá tuviera que rebajar el volumen. La acción de integrar
algo en el hueso (osteointegración) es común ya en el mundo de la odontología,
donde se ha demostrado que el titanio y el hueso acaban fusionándose, pero jamás
se ha realizado en el cráneo.
Tras abandonar el despacho de la fundación, ya en la calle,
trato de imaginar lo que ocurre en la cabeza de Harbisson cada vez que pasa un
coche frente a su ojo electrónico.
-Cada coche que pasa es una nota -dice él-. Si te colocas en
el puente de una autopista, escuchas una melodía, lo mismo que si te sientas en
una terraza de una calle muy transitada. Cada persona es también una nota,
porque lo que escucho, a menos que me fije en una parte concreta de su cuerpo,
es el color dominante de cada persona.
Harbisson es vídeo-artista. Vive entregado a proyectos en
los que el asunto principal es el color. Pueden ser proyectos visuales o de
música (porque el sonido, insiste, es color), y de carácter escénico. En estos
momentos expone en Venecia un conjunto de cuadros de diferentes colores que los
visitantes, a quienes se dota al entrar de un ojo electrónico, escuchan, ya
que lo importante de esos cuadros es su sonido. También hace
el recorrido inverso, es decir, el de traducir la música a color, pintando
cuadros con notas de sinfonías clásicas.
-Aunque hace poco -añade- me pidieron también una canción de
Amy Winehouse. Lo que hago normalmente es traducir las 100 primeras notas de
cada pieza musical.
Por lo que se refiere a sus actividades en la
fundación, señala que no le interesan los proyectos destinados a reparar una
parte del cuerpo, sino los dirigidos a extender las capacidades que ya poseemos
o a crear nuevos sentidos. Dice esto para dejar bien claro que un ciborg es
aquel que usa la cibernética como parte de su cuerpo, de tal modo que entre la
parte artificial y la natural acaban creándose redes neuronales. El ciborg, en
fin, es un organismo unido a la cibernética, y no un organismo que usa la
cibernética.
-Yo -dice- tengo dos entradas de audio: Las orejas, por las
que escucho los sonidos auditivos, y los huesos del cráneo, por los que escucho
los sonidos visuales. Recibo muchas cartas de personas ciegas que pueden
reconocer al tacto un objeto, pero que ignoran su color.
Ahora estamos sentados a la mesa de un restaurante, junto al
mar. El día es bueno, aunque fresco, y el sol golpea en el agua inquieta,
provocando un juego hipnótico de reflejos nerviosos. Le pregunto qué le parece
el panorama y dice que aburrido.
-El mar es monótono -añade-. A mí lo que de verdad me gusta
son los supermercados. Cuando de pequeño iba con mi madre a comprar, me
aburría, pero desde que me implanté el ojo electrónico, los supermercados son
una fiesta, sobre todo la sección de productos de limpieza.
Disimulo mi desconcierto estudiando la carta, y al
preguntarle si es más de carne o de pescado, me dice que es vegetariano.
-¿Desde cuándo?
-Desde los 13 años, cuando comprendí lo que era el hueso
aquel con el que tropezaba el cuchillo, debajo de la carne. Desde que escucho
los colores de la comida solo pido platos que suenen bien. Puedo organizarme un
plato de verduras que suene como mi canción preferida.
-¿Te puedes comer tu canción preferida?
-Claro. Las ensaladas tienen casi todas las notas. En
cambio, es muy difícil encontrar el do en los alimentos porque no hay
prácticamente comida azul.
-Tú eres un poco raro, ¿no?
-Siempre tuve cierta conciencia de raro. Era el único zurdo
de mi clase, y el que tenía el nombre más raro, y además no veía los colores.
Soy medio irlandés, medio británico y medio catalán, soy vegetariano y, ahora,
soy un ciborg también. Cuando eres un poco raro quieres ser normal, pero cuando
eres muy raro aspiras a que te lo reconozcan. Ahora ya soy oficialmente raro.
Harbisson reúne dos condiciones en apariencia incompatibles:
la timidez y el exhibicionismo. Habla bajo, jamás pronuncia una palabra más
alta que otra y su expresión corporal es la de alguien un poco retraído. Sin
embargo, se pasea por todo el mundo con el ojo cibernético colgando sobre su
frente de una especie de cable que parece salirle de dentro de la cabeza. A su
paso, la gente se vuelve o se da codazos de advertencia. Pero él sigue
impasible su camino sin que nada de eso le detenga, aunque a veces le detienen,
claro, como en una manifestación del 15-M en la que la policía creyó que les
estaba grabando. Tampoco le dejan entrar en los cines, pues piensan que ese
aparato no puede tener otra utilidad que la de piratear la película. De algunas
tiendas lo echan con cajas destempladas después de pedirle la cinta que ha
grabado. Y él, sin levantar la voz, explica a todo el mundo que es un ciborg y
que ese aparato es en realidad una parte de su cuerpo que le sirve para
escuchar los colores.
-Yo me convertí en ciborg en 2004 -dice mientras come la
sinfonía de verduras-. Entonces pensé que iba a haber una explosión de este
movimiento. Pero no, va muy lento.
-¿A qué lo atribuyes?
-Yo creo que va despacio por culpa del siglo XX, porque el
siglo XX planteó la unión entre la máquina y el hombre como una unión negativa
y peligrosa. Aceptamos utilizar la herramienta, pero tenemos muchos prejuicios
para incorporarla al organismo. Yo, al principio de ponerme el aparato, no
entendí bien lo que era un ciborg. Lo comprendí meses después, cuando no era
capaz de distinguir lo que me decía el cerebro de lo que me decía el software. Hubo
tres etapas: en la primera recibía la información; recibía un fa y sabía que
era un rojo, recibía un do sostenido y sabía que estaba viendo algo azul, pero lo
traducía como el que habla en un idioma, pero no piensa en él. La segunda etapa
fue la de la percepción. Ya no tenía que pensar qué nota era porque la recibía
de forma automática. Y la tercera sería la de la sensación; fue cuando empecé a
tener colores preferidos y empecé a soñar en color. Cuando los colores se
convirtieron en un sentimiento.
-¿Hay algún movimiento ciborg a nivel mundial?
-Hay manifiestos aislados por aquí o por allá, y mucha
confusión respecto al tema. Alguien que lleva una pierna mecánica, por ejemplo,
no es un ciborg. Lo sería si esa pierna fuera capaz, no sé, de detectar el
calor y llevar la información al cerebro. Pero en el futuro todo el mundo será
ciborg. De hecho, todo el mundo lleva tecnología en los bolsillos, y los
bolsillos son la transición. En 50 años, por ejemplo, dudo que siga existiendo
el braille, porque del mismo modo que mi ojo electrónico puede leer colores,
podría leer palabras.
Harbisson viaja por todo el mundo dando conferencias acerca
del universo ciborg y explicando por qué todos deberíamos serlo. Y está
organizando el primer congreso mundial de ciborgs dentro de las actividades del
Campus Party.
-Creo que lo haremos en agosto -dice-, en Silicon Valley.
Ahora estamos dando un paseo por Mataró, para
bajar la comida y escuchar los colores de la calle. Luego
Harbisson me lleva a su casa, casi recién estrenada. Se trata de un espacio
abierto, de unos 20 metros de planta, con un altillo para la cama. El conjunto
ha sido arrebatado a la casa de su madre, grande y antigua, que perteneció en
tiempos a la bisabuela. Pero el apartamento de Harbisson es independiente en
todo, pues posee una entrada propia. De momento, excepto el suelo (rojo), está
pintada en blanco y negro, aunque piensa ir añadiendo colores de forma que suene bien.
El rojo del suelo se debe a que es el color más grave (suena fa), y también,
como ya hemos señalado antes, el más inocente.
-Cuando acabe de pintarla será una casa sonocromática. No la
voy a decorar para que se vea bien, sino para que suene bien. En el altillo,
como es la zona de dormir, solo habrá blanco y negro, que no suenan, para no
escuchar nada. También es muy importante que el techo no suene.
-¿Y la puerta?
-La pintaré de verde porque antes de salir de casa conviene
escuchar el verde, el verde afina la realidad. Es como cuando los músicos,
antes de empezar el concierto, tocan el la para afinar. El verde es el tono
medio de todos los colores. La cocina tendrá elementos violetas, que es un
color de alerta y que no está en la comida. En el cuarto de baño crearé una
melodía de colores.
Si pasas mucho tiempo con Harbisson y eres un poco
sugestionable, acabas teniendo alucinaciones auditivas. En todo caso, no puedes
evitar preguntarle todo el rato a qué suena esto o aquello. Por eso, al caer la
tarde, le pedí que me llevara a un Carrefour, donde nada más llegar a la
sección de limpieza se le iluminaron los ojos frente a los detergentes, los
suavizantes, las lejías, las ceras, los abrillantadores, los limpiacristales...
-¡Mira, mira! -me decía mientras señalaba un frasco u otro-:
fa, sol, la, fa sostenido... Este gel suena muy agudo, es rosa, tirando a
fucsia. Aquí tengo todas las notas para hacer una canción. Si yo fuera el
encargado, ordenaría todo de otro modo, formando melodías. El supermercado es maravilloso,
mejor que el bosque, el bosque es muy aburrido.
Pasamos casi de largo por la sección de lácteos y de vinos,
que apenas sonaban, y nos detuvimos frente a frutas y verduras, que fue también
una fiesta, aunque no tanto como la sección de limpieza, porque faltaban notas.
-Esto suena muy bien, pero faltan los azules y los
turquesas. Mi color preferido es el de la berenjena -dice tomando una y
acercándosela al ojo electrónico como un miope-. La berenjena parece de color
negro, pero en realidad es un violeta muy oscuro. Suena a re sostenido tirando
a mi.
Luego, mientras me acompaña al hotel, y tras habernos
detenido en el escaparate de una tienda de chucherías muy sonoro, me
explica que llamamos negro, blanco y gris a colores que no lo son.
-En la piel de los humanos, por ejemplo, no hay ni blanco ni
negro. La piel negra es un naranja oscuro, y la piel blanca, un naranja claro.
Al despedirnos, sin voluntad alguna de hacer un chiste, me
mira con sus tres ojos, los dos orgánicos y el electrónico, y afirma:
-Yo puedo decir de forma literal que tu cara me suena.
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